Irse haciendo adulto es como consultar un mapa lleno de salidas en falso y llegadas ilusorias. O rodar por una carretera con un eterno anuncio de “próxima salida: 1 kilómetro”.
Pero de nada sirven mapas ni anuncios porque, como todas las experiencias importantes de la vida, uno descubre que visitó por primera vez ese pueblo de la adultez cuando ya se ve a la distancia.
En mi caso, todavía puedo recordar esa visita. Tenía 8 años de edad, una madre que optaba por la tesis del exceso a la hora de proteger, y un hermano de 14 años de edad que veía con recelo y honesta preocupación las maneras melancólicas del “bebé de la casa”.
Mi hermano consideró que un poco de independencia no me vendría mal, por lo que decidió invitarme a una excursión de fin de semana que haría al Ávila con dos de sus amigos. Es decir, me ofrecía mis primeras vacaciones sin la amorosa, dulce, diligente y castrante presencia materna.
La cuestión pintaba espectacular. Aún me recuerdo, durante las noches previas al viaje, estudiando en silencio el mapa amarillo lleno de líneas y puntitos con nombres que evocaban parajes maravillosos. En una de esas, mi hermano se acercó y, por sobre mi hombro, recorrió con su dedo nuestro portentoso itinerario: La Julia, Ruta 77, Rancho Grande, Las Toyotas, pico Goering, Urquijo, los Platos del Diablo, Anfiteatro y, finalmente, el pico Naiguatá. El punto más alto de la cordillera de la costa, afirmó, y agregó una cifra que podré citar el resto de mi vida sin temor a equivocarme: 2.765 metros sobre el nivel del mar.
Él me explicaba que el viaje sería duro, en tanto yo ponía la cara que pone todo el que ignora la dolorosa dimensión que puede abarcar esa expresión, pero se cree merecedor del prestigio que da el hecho de haberse comprometido en esa aventura.
Obviemos las recomendaciones maternas. Ubiquemos ese atardecer de viernes en que tres muchachos y un niño inician un camino al final de El Marqués, en Caracas, mientras este último sonríe ante las palabras de aliento y de camaradería que recibe, disfrutando de ese aire de libertad que se siente andar entre muchachos mayores.
Pero la palabra “duro” comenzó a asomar su filoso hocico demasiado pronto. Mi hermano estaba convencido de que su contribución a mi educación pasaba por ofrecer un contrapeso a tanta blandura materna, y tenía todo un fin de semana para ello.
Luego de descansar un poco y abastecernos de agua en La Julia, decidieron que esa primera jornada debía concluir en Rancho Grande.
Disponíamos de dos linternas, por lo que nos dividimos en parejas. Nuestros acompañantes me cedieron el privilegio de hacer pareja con mi hermano. Entonces descubrí que la “generosidad” de ese gesto se debía al paso frenético y enérgico que distinguía a mi hermano cuando subía cerro.
Pasé del comentario al chiste, del chiste a la queja, de la queja al ruego, del ruego al clamor y, en cada nueva etapa, sólo recibía por respuesta que “tenemos que pasar la noche en Rancho Grande. Dale, que falta poco”. Cuando mi último recurso se hubo agotado, entré en sublevación declarada y, acudiendo a mi gesto más resuelto, le advertí que no daría “ni un paso más”.
Mi hermano, sin detenerse, me recordó que quien tenía la linterna era él, y que si así lo deseaba, podía esperar en medio de la noche oscura a nuestros acompañantes, que vendrían como “unos 40 minutos detrás de nosotros”.
Caminé llorando unos eternos 30 minutos, hasta que llegamos al destino previsto.
Esa primera noche, armada la carpa, buscado agua al río, preparada la comida, cambiada la ropa sudada, saciado el estómago, olvidado el rencor, me acosté a dormir casi feliz. Hasta ese momento en que un imprudente pensamiento me trajo con pasmosa claridad mi cuarto iluminado, mi cama mullida, mi mundo seguro.
Cada llanto reprimido es otro paso en ese camino que nos aleja de casa.
La belleza se toma su tiempo
Pero la vida, así como reparte manotazos, regala caricias. Despertar con el ánimo de aventura renovado, entender que el agotamiento es solo una parte de un ciclo, respirar ese aire, sentir ese frío, beber esa agua, supuso entrar a una nueva dimensión de sensaciones. Sospechar que esa experiencia era un todo al que accedían sólo los que se la ganaban, fue parte de la sesión de caricias que me regaló esa mañana siguiente a los manotazos de mi primera noche de caminata en el cerro.
Luego seguiríamos ganando altura y, junto con ella, maravillas.
Como las abejas más grandes que he visto en mi vida. O las vistas más hermosas de Caracas. O el portento de llegar a ver, con un solo movimiento de cuello, Caracas y el Litoral central en toda su extensión.
Y, mientras comprendía el nuevo código de comunicación con mi propio cuerpo, llegamos al Naiguatá. Y vi esa línea que divide al cielo en dos, atravesándolo a todo lo ancho de eso que se expresa en geometría como 360 grados. Y vi nubes debajo de nosotros. Y sentí que todo esfuerzo y todo dolor era nada.
El mundo de los montañistas me introdujo en una secta con un protocolo distinto: el que se cruza en un camino se saluda, el que se va de regreso ofrece los víveres no consumidos al de al lado, todos están dispuestos a ayudar a los demás. Era como una logia regida por unos principios de nobleza, que me asomó a la certeza de que otro modo de ser era posible.
En adelante, no había fin de semana largo o vacaciones que no planificara robar algo de comida de la despensa de casa, meter unas mudas de ropa, abrigos y equipos al morral, para internarme en el cerro, lejos de la gente y de lo que se supone que debía gustarme. Bajo el argumento de la actividad deportiva, el cerro se convirtió en el pretexto ideal para un adolescente que siempre fue huraño y melancólico. La excusa para no ir a fiestas ni cumplir con los ritos que la vida social exigía. Y una enorme contribución a los valores que regirían mi vida de adulto: no quejarme nunca, evitar molestar, tener disposición a hacer las tareas por odiosas que resulten, preferir el silencio al ruido y, por sobre todo, desarrollar un carácter contemplativo que se siente a gusto con el silencio.
Y la comprensión de que la Naturaleza es esa cosa vasta que no se conquista sino que acepta a su lado al que tenga la disciplina y la constancia de forzar los límites de sus propias capacidades.
Por esto último, a los 14 años de edad, fui tras la cima del Humboldt, el segundo pico en importancia de la cordillera andina en Venezuela, con casi 5.000 metros de altura, en una travesía que requiere 5 días para llegar desde la truchicultura de Tabay.
Pero a pesar de tanta belleza, el derrame de estupidez y hormonas de la adolescencia no tardaría en tentarme con el esplendor de sus baratijas (alcohol, playa, ruido, chistes malos), alejándome de la compañía del cerro.
El esplendor marchito
Volvería ya de adulto. A paseos dominicales a Sabas Nieves. Soportando a mujeres que se maquillan para subir y a tipos que no sueltan el celular. De aquella vieja cofradía no queda vestigio alguno.
Por fortuna, lo fundamental de la experiencia nunca me abandonó, permaneciendo en mí como un modo de ver la vida y un desdén por el turismo de lujo. Y como un disfrute de la soledad.
Y esa callada tozudez de campesino que ve en escribir lo más parecido a subir cerro. O en ese pudor de no quejarme nunca frente a los reveses cotidianos. Y en el hábito de, ante cada adversidad que la vida me presenta, recordar a ese pequeño hombre que lloró todo el camino, esa primera noche de sus primeras vacaciones sin la protectora mirada materna, para repetirme como un mantra: Dale, que falta poco.
Héctor Torres
Publicado originalmente en el diario El Nacional
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