martes, 29 de octubre de 2013

Apología de la flatulencia II

Rubén Monasterios

La repulsión por las ventosidades es un condicionamiento cultural, un asunto que sólo tiene como base el capricho y el humor de los hombres, y es una actitud moderna. La sabiduría de los antiguos los llevó a celebrar el pedo (del latín peditum) y hasta a asignarle un dios;  entre los romanos Crépitus  –de donde proviene su nombre científico, crepitus ventris– fue el dios de las ventosidades; pero la adoración de los pedos viene de tiempos más remotos, de los egipcios; el nombre de su dios era Krep-ra; ambos pueblos, egipcios y romanos, le rendían culto expeliendo eructos y ventosidades en las fiestas; muchos otros pueblos antiguos igualmente lo reverenciaron. Para los griegos de los tiempos clásicos el pedo, lejos de ser indecente, encerraba la más perfecta y majestuosa manifestación de respeto de la persona hacia un superior, fuese rey o sacerdote; y entre ellos gozaban de alta estima los augures que practicaban la petomancia, o adivinación del futuro por los flatos. El semidios Hércules  realizó varios de sus famosos trabajos gracias a sus formidables peos; por ejemplo,  logró mediante un flato titánico la limpieza de los establos del rey Augías, en los que no habían recogido el estiércol por años y cuyo apestoso hedor infectaba todo el Peloponeso.  Cuenta Homero que cuando el viento no lo favorecía, Ulises largaba flatos contra las velas de su navío, cuescos épicos que las hinchaban y lo hacían avanzar cientos de millas.  Los moabitas  rendían culto a  Baal-peor emitiendo flatos colectivos luego de colocarse en la posición del orante mahometano con el fundillo orientado hacia la imagen del dios. Y el Antiguo Testamento (Jueces) narra las hazañas de Sansón, que barría ejércitos de filisteos con sus ventosidades; también se le atribuye la invención del  lanza-llamas, un arma usada por los judíos que les dio superioridad sobre  sus enemigos. Era Sansón un hombre voraz y gracias a su desmesurado apetito lograba el efecto al que se refiere el hecho; se hartaba de nabos, alcachofas, coliflor, brócoli, repollo, colecitas de brucelas, pimentón, ajos, cebolla, pepino, puerros, frijoles, lentejas y coles la noche previa a una batalla; en el momento decisivo del  curso de la misma, se ponía en popa, desnudo, ante una hoguera y se tiraba peos monumentales, los verídicos ciclo-peos. Al pasar la ventosidad por el fuego se incendiaba,  formando una masa ígnea devastadora. De haber vivido Sansón doce siglos más tarde, en los tiempos de la expansión imperialista romana, estos no habrían podido dominar a los hebreos.

Parecerán estas cosas exageraciones  propias de las mitologías, sin embargo, no perdamos de vista que en todo mito, leyenda o conseja hay un fondo residual de verdad; la ciencia  moderna ha comprobado que el gas intestinal humano contiene metano, skatol, ácido sulfúrico, hidrógeno, nitrógeno, dióxido de carbono y oxígeno, fluidos inflamables; cualquiera puede comprobar el efecto soltando una potente ventosidad ante un vela o mechero; y existe evidencia testimonial del uso bélico del poder del flato: el almirante Nelson, un héroe moderno nada mitológico sino rigurosamente histórico, disparaba peos que hundían barcos; claro, barcos pequeños. Los anales petológicos registran el caso de un sujeto conocido como el Crepitante, dotado de la capacidad de hacer sentir sus peos en todo un estadio, dejando el ambiente impregnado con  su olor durante semanas; un teatro fue clausurado debido a que el hedor de una de sus ventosidades no se disipaba; una década después, todavía se percibía en su entorno; también se le atribuye el haber ganado una apuesta al  llenar con sus vientos intestinales la cisterna de uno de esos camiones usados para transportar gases.

A propósito de valorar en sus justos términos esas proezas; considérese que los seres humanos normales producimos, en promedio,  unos seiscientos mililitros de gas intestinal al día, apenas lo suficiente para inflar un balón de fútbol; y que los pedos son de aroma efímero: no duran más de dos minutos; algunos muy especiales, hasta cinco minutos;  su radio de influencia es  breve: dejan de sentirse a partir de los quince metros a la redonda;
El emperador Claudio promulgó en el año 41 el edicto  Flatum crepitumque ventris in convivio mettendis; establecía en ese documento cómo debían expelerse las ventosidades durante las comidas. Tomó esa sensata disposición al saber que algunas personas de su corte, movidas por el respeto, preferían morir antes de ventearse en su presencia, y reconociendo que dicha retención atormenta hasta el momento de expirar a causa de horribles cólicos.
En la Edad Media, de acuerdo al derecho feudal, el señor podía exigir a sus siervos el tributo de pedo y medio por año; y en Inglaterra un vasallo debía ejecutar ante el rey, todos los días de Navidad, un salto, un eructo y un pedo. Los nobles de la corte  de Luis XV  se peaban en público  y cada vez que el monarca largaba un pedo los cortesanos  presentes lo celebraban con risas, aplausos, gritos de júbilo y la tradicional exclamación: “¡Vivat le Roi!, ¡Vivat le Roi!”; recibir un pedo del  rey era mejor que una bendición; los excrementos del monarca se vendían a precio de oro, porque se creía que tenían propiedades curativas…
Fue con el inicio de la Edad  Moderna cuando alcanza su clímax  la reprobación social del pedo. Con el triunfo de la Revolución Francesa, esas sanas y elegantes costumbres empezaron a verse despreciables, por ser propias del Antiguo Régimen; los curas revolucionarios, que no faltaron, anatemizaron  la flatulencia diciendo de ella que era la voz y el olor del Diablo;  la nueva sociedad condenó los cuescos y  llevó a cabo la más ensañada represión de los pedorreros y petófilos, señalados como enemigos de la Revolución. Los adulantes más corrompidos del entorno del nefasto y vesánico Robespierre, elaboraron listas de ellos; circulaban por todos los despachos públicos, a propósito de impedir a los infelices ventoseros toda gestión social y de facilitar su persecución por el canallaje revolucionario.  La represión llegó al extremo durante el Terror; entonces la simple sospecha de haber exhalado un flato en público era suficiente para llevar a un hombre a la guillotina.

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