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“Dale, dale, dale mamita, párelo ahí. Ajá, bella tú, bella el carro mi amor. Bien cuidadito ahí pa’ ti mi reina”. Esto es el saludo estándar de cualquier parquero que se respete en este país cuando una mujer le pregunta: “Amiguito, ¿dónde crees que me pueda parar?” Estoy convencido que si Manuel Carreño el del manual de etiqueta regresa a vivir en estos tiempos y entra a un estacionamiento le da una embolia.
Todos somos culpables. Un mesonero es un “amigo”, una cajera es “mi reina”, la secretaria es “mi vida” y el que te saca unos papeles a tiempos siempre se le dice “ay mi corazón, eres un sol”. Todos los días nos vemos envueltos en una conchupancia de nombres afectivos porque el venezolano confunde la camaradería con la gentileza. Así se hable seriamente con una persona mayor por teléfono y se la trate de usted, en cinco minutos se trancará con un buen uso del “gracias mi amor, te paso los datos a tu cuenta ahora cuando pueda”.
Me disculpo si ofendo, pero siento que las mujeres tienen cierta dosis de responsabilidad en esto. No he conocido a la primera que no arme una trifulca porque sean llamadas “señoras” cuando se sienten “señoritas”. Les da asco, rabia, impotencia, nauseas, sentirse mayores de los que son. Un simple “señora” a una que es “señorita” es suficiente como para salir con las tablas en la cabeza. Como yo lo veo, señorita es una chica de dieciséis. De veintiocho, vamos que ya están como grandecitas. De treinta y dos en adelante, oigan, supérenlo.
La verdad es que ser llamada “señora” debería ser considerado una bendición. Cuando les digan “señora”, he ahí un hombre respetuoso y bien educado por su madre quien le enseñó a abrirle las puertas a las damas. Pero como ese señor es regañado por llamar a lo obvio por lo correcto, lo que piensa a la larga es que es más fácil decirles “pase mi reina”. A fin de cuentas las reinas consentidas no chistan. Y he ahí el meollo del asunto. Nos pasamos la vida quejándonos que la caballerosidad se perdió cuando fueron las mujeres mismas las que la mandaron a freír monos porque “antes muerta, que señora”.
Pero entonces, si las mujeres se niegan a llamarse señoras y al hombre no le importa que le digan mi rey, ¿hacia dónde vamos como sociedad? Tenemos una cultura que cree que la prestación de un servicio va a ser más amable y ágil si se utilizan términos de cariño cuando la realidad prueba todo lo contrario. Un restaurante puede ser reconocido gastronómicamente como uno de los mejores pero si una mesonera le dice a una cliente “chico, ¿qué vas a ordenar?” baja inmediatamente de categoría el local. Eso no sucede en Colombia o en Panamá donde el servicio está más valorado que los platillos porque la exigencia de respeto se valora y no se traiciona con falsos “miamorismos”.
Creo que el compromiso por cambiar esta práctica comienza por nosotros mismos. Cada “mi vida” debe ser respondida cortésmente con un “disculpe, yo no soy vida de usted. Por favor llámeme señor o señora”. Suena antipático pero a la larga se verán los beneficios. La recepcionista de la oficina sabrá, el cajero de su banco de confianza también, el mesonero del club, el tintorero, la peluquera, el frutero, la enfermera y pare de contar. Son pequeños efectos multiplicadores que nos brindarán una cultura de mayor respeto, tolerancia y educación. Porque para reinas, Máxima de Holanda. Para señores y señoras, nosotros. Como siempre ha debido ser.-
Toto Aguerrevere
Revista Etiqueta - Junio 2013
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