miércoles, 12 de agosto de 2020

La Plaza Francia o Plaza Altamira



La Plaza Francia o Plaza Altamira está ubicada en la urbanización Altamira al este de la ciudad de Caracas. Fue construida a principio de la década de 1940 e inaugurada el 11 de agosto de 1945 con el nombre de Plaza Altamira.

Posteriormente, en 1967 se oficializa el cambio de nombre de Plaza Altamira por Plaza Francia, luego de un convenio entre las ciudades de Caracas y París para tener una Plaza Francia en Caracas y una Plaza Venezuela en París.


Fue diseñada por el urbanista Luis Roche, quien era el dueño de esta zona caraqueña. Roche tenia el deseo de que la obra contara con un elemento emblemático y así fue como ordenó la construcción del Obelisco de la plaza con la intención de que fuera “mas alto que la Catedral de Caracas”, de esta manera el esbelto Obelisco se convirtió en el primer proyecto de esa naturaleza diseñado para el área metropolitana.

Destaca en la Plaza, el Obelisco de Altamira, símbolo del Municipio Chacao, el Espejo de Agua y una fuente que cae hacia el fondo de la Plaza que se ha convertido en una pequeña área comercial y donde se encuentra la Principal Salida del Metro de Caracas en la Estación Altamira.


Fuente: .https://www.instagram.com/p/CDwbcPWHwZz/?igshid=ttn1u5iq1v27

viernes, 7 de agosto de 2020

Andreas, el loco de Dzaghkatzor

Vassili Grossman.- 
#cronica 1961

A las siete de la tarde, en el tranquilo pueblo de montaña de Dzaghkatzor, a sesenta kilómetros de Ereván, no hay ni un alma en la calle. Dzaghkatzor cuenta con su propio loco, el viejo Andreas, de setenta y cinco años. Dicen que se trastornó durante los asesinatos en masa de armenios perpetrados por los turcos: ante sus ojos mataron a miembros de su familia. Dicen que, cuando era joven, Andreas sirvió en el ejército zarista, en el destacamento de Andranik pashá líder partisano y general del ejército ruso venerado por los campesinos armenios que hace poco murió en Estados Unidos. El año pasado falleció la mujer de Andreas, una mártir que compartió su vida con un chiflado. Cuando vivía, él le pegaba, pero, al morir la vieja, no permitía que la enterraran: la abrazaba, la besaba, trataba de hacer que su querida amiga muerta se sentara a la mesa, quería darle de comer. Nadie se atrevía a acercarse a ese viejo loco empecinado en creer que su mujer seguía viva.

Ahora Andreas vive solo en una pequeña casa de piedra. Tiene dos ovejas que rebosan un amor candoroso por él; no ven nada extraño en su locura, en sus cantos nocturnos, en sus ataques de ira y de desesperación, en sus lágrimas o en su silencio. 


Siempre que alguien menciona en su presencia a Andranik pashá, Andreas llora. Desde los tiempos de Shakespeare es probable que no haya habido una figura que se adapte mejor al personaje del viejo y loco Lear que Andreas. De estatura mediana, ancho de espaldas, un poco corpulento, probablemente aquejado de un edema, vestido con una chaqueta de abrigo rústica bastante rota, sombrero de piel de cordero en la cabeza y un bastón grande y nudoso en la mano, deambula por las callejuelas empinadas de Dzaghkatzor con andares majestuosos, tristes y cenicientos. Lleva un ancho sombrero del que despuntan algunos rizos grises y canos que cubren su cabezota. En cuanto a su cara, haría deponer el pincel a Rembrandt: «Aquí no tengo nada que hacer, la naturaleza ya lo hizo todo por mí». Y, en efecto, es un rostro que se presta más a la cámara fotográfica que al pincel. Andreas tiene una frente leonina, cejas pobladas y prominentes, pliegues profundos alrededor de la boca, nariz grande, mejillas flácidas como el mariscal de campo Hindenburg y unos ojos saltones grises y amarillentos, encendidos y apagados al mismo tiempo. Hay bondad y fatiga en esa mirada, una rabia indómita y una angustia terrible, una mente reflexiva y la furia de la locura.


Los habitantes de Dzaghkatzor compadecen a Andreas. El astuto y precavido Karapet-aghá repatriado de Siria que cambió el digno cargo de propietario de una taberna en Alepo por el de gerente de una cantina-chiringuito en Dzaghkatzor, siempre invita a Andreas. Agasaja respetuosamente al viejo, y éste, a pesar de su orgullo y desconfianza general, nunca se ofende por la generosidad de Karapet y come a gusto su jash, un caldo caliente monstruosamente calorífico a base de gelatina de ternera y ajo. A veces Karapet-aghá ofrece un vasito de licor a Andreas. Éste se lo atiza, entona una canción de guerra sobre Andranik pashá y llora.

El pastor Khachik lleva a pastar las ovejas de Andreas a las montañas sin pedirle dinero a cambio. Siranush, la vecina, a veces alimenta la estufa del viejo con kiziak y le caldea el cuchitril de piedra. En una ocasión presencié la ira de Andreas. Imprecaba en armenio, pero, sirviéndose del sucio fuego de los insultos rusos, llevaba las maldiciones en su lengua a un estado incandescente.

Pronto descubrí qué había causado su rabia. De noche, por orden del comité del Partido, habían quitado de la plaza del pueblo la dorada estatua de yeso de Stalin.

Cuando Andreas lo descubrió, una ira terrible se apoderó de él. Blandía el bastón, se abalanzaba sobre los conductores y los niños, sobre Karapet-aghá y los estudiantes de Ereván llegados al pueblo para esquiar.

Para Andreas, Stalin era quien venció a los alemanes. Y los alemanes eran aliados de los turcos. Por lo tanto, quienes habían destruido su monumento debían de ser agentes turcos. Y los turcos mataron a mujeres y a niños armenios, ejecutaron a viejos armenios y exterminaron bárbaramente a personas pacíficas e inocentes: campesinos, obreros y artesanos. Mataron a escritores, científicos y cantantes. Los turcos asesinaron a la familia de Andreas, destruyeron su casa y liquidaron a su hermano. Los turcos mataron tanto a ricos comerciantes como a indigentes armenios; trataron de aniquilar al pueblo armenio. Contra los turcos combatió el gran general armenio Andranik pashá. Y el comandante en jefe del ejército ruso que derrotó a los poderosos aliados de los turcos fue Stalin.

Todos en el pueblo se reían de la furia de Andreas, pues confundía dos guerras: la Primera Guerra Mundial y la Segunda. El viejo loco exigía que se devolviese la estatua dorada de Stalin a la plaza de Dzaghkatzor, porque Stalin, al fin y al cabo, aplastó a los alemanes y venció a Hitler. Todos se reían del viejo: él estaba loco, y la gente a su alrededor, no. 


Andreas "Kaytzak" Sargsyan 
(1882-1969)
"Կայծակ" Անդրեաս Սարգսյան։

jueves, 6 de agosto de 2020

El paraíso tras el último peldaño

¿Qué decir del clima de Seván? Coñac como divisa de oro guardada en el cajón secreto del sol de montaña 

ÓSIP MANDELSTAM 



Armenia esconde sus maravillas en las alturas. A menudo, tras una escalera. Aquí la belleza es recompensa y, en invierno, blanca y resbaladiza. El camino desde Ereván hacia el lago Sevan, salpicado de jachkras y monasterios resume el sur armenio y explica que Mandelstam recuperase la inspiración tras cuatro años de sequía poética.
Llegamos a la estación de Abovyan en busca de un autobús con destino a Martuni, un lugar próximo al lago Sevan. El conductor abandona el corrillo de fumadores que se ha formado en el centro de la estación, abre la puerta corredera de su marshrutka y no sabemos reaccionar. Los cristales negros del autobús-furgoneta nos habían impedido ver cabeza alguna, pero en esa marshrutka no cabe ni un brazo más; sin embargo, bajo su punto de vista, todavía hay sitio para nueve personas. Mujeres, hombres y niños nos miran fijamente desde dentro y nosotros los miramos a ellos. Nuestro aspecto españolas, italianas, francesas, checa y eslovaco pasa inadvertido cuando vamos solos por la calle, pero es fácil imaginar que un nutrido grupo de chavales con mochila en el Cáucaso en invierno levanta la misma expectación que cualquier turista al uso. Que todos vivamos en Ereván y hayamos improvisado esta salida después de conocernos hace apenas unas horas es algo que ellos ignoran: nuestro aspecto es el de forasteros a los que hay que mirar con la extrañeza del poeta que va a las estaciones a imaginar la vida de los que van y vienen, un asombro universal que en cualquier mirada del mundo refleja la misma pregunta: ¿Qué habrán venido a hacer aquí? Y para eso no hace falta ser Yesenin, que usaba las estaciones de tren como escenario para sus recitales, sino haber nacido en el lugar al que el otro llega.
En un país que logra escapar a la esclavitud de los relojes, saber cuándo va a llegar el próximo autobús roza lo utópico. Incluso en la capital, el proceso por el cual se toma un autobús es simple y no responde a ataduras temporales de ningún tipo: llegar a la parada y esperar. La suerte ocurre o no ocurre y, esta vez, no hay otra marshrutka prevista durante las próximas horas que nos lleve a nuestro destino. O perdemos la oportunidad después de llegar hasta aquí o aguantamos el trayecto de setenta kilómetros de pie, doblados, ocupando un espacio que todavía no existe y que tendremos que ganar a base de golpes sutiles. ¿Nos engaña nuestra percepción del espacio? ¿Nos hace creer nuestra cultura que ocupamos más de lo que necesitamos? Ese es nuestro silencioso dilema hasta que irrumpe un hombre con una furgoneta vacía, un destino abierto y una dentadura incompleta, coronada por un bigote inquieto que no para de moverse y que nos saca de nuestro letargo.
Patverov habla ruso y me mira fijamente a los ojos como si de mí dependiese cerrar un trato que no entiendo. El hombre nos ofrece ir hasta el lago, pasar el día con nosotros, parar donde queramos y dejarnos en Ereván. ¡Música! es la única parte del trato que entendemos algunas. Lo dice elevando la voz, enfatiza su exclusividad y por veinte mil drams (unos treinta y siete euros) aceptamos su oferta mientras Patverov sigue gritando: ¡Música, música, música!
Paramos para repostar en una estación de servicio. Patverov nos pide que bajemos de la marshrutkaAhora es cuando se va con nuestro dinero y nos deja aquí, bromeamos. Suponemos que no es la forma armenia de proceder ni se arriesgaría a perder clientes en pleno invierno. Para un hombre armenio, solo su identidad está por encima de su palabra, y aquella depende en gran medida de esta. Patverov ya ha cerrado un trato. Aunque no deja de ser curioso que él pueda fumar junto al surtidor y tirar las colillas sin miramiento mientras nosotros tenemos que permanecer alejados. ¿Qué hace fumando con una mano mientras sujeta la manguera con la otra? El extranjero ávido de respuestas tendrá que aprender a contenerse en Armenia y dejar de hacerse preguntas. No intentes comprender, esto es el Cáucaso, suelen decir los oriundos. Aquí las cosas son sencillas: son, están, ocurren. Tratar de ir más allá es hablar a una pared soviética.
Aparan es el pueblo cuyos habitantes protagonizan la mayor parte de los chistes armenios. Algo así como Lepe en España. Sus habitantes son al resto de los armenios lo que los gallegos a los argentinos. Los chistes son los mismos, pero cambian los gentilicios, como si algo tan universal como burlarse del otro fuese un fenómeno local y propio. Una de las historias que circulan de boca en boca y de mesa en mesa, sugiere que Patverov no es de Aparan: A uno de Aparan le preguntan: ¿Fumas delante de tu padre? Y él dice: ¿Por qué no voy a fumar, si papá no es un bote de gas?
Tras un lento repostar, Patverov arranca su marshrutka, se acerca fingiendo intenciones de atropello y partimos hacia el Parque Nacional de Sevan, disfrutando de la música prometida.
En Gavar —o Kyavar, como pronuncian los locales—, Patverov dice que estamos en el pueblo más antiguo de Armenia. Si la primera mención del país data de hace más de cuatro mil años, estamos en un pueblo realmente viejo.
En el mercado, unos alegres carniceros exponen carne fresca al aire libre y las fruteras colocan ritualmente la fruta en torno a los hombres del pueblo, que pasan la mañana entretenidos echando partidas de nardi. Los juegos de mesa en Armenia son tan importantes que el ajedrez es asignatura obligatoria en los colegios. El armenio desarrolla y demuestra su inteligencia deslizando piezas sobre un tablero. Tal es su dedicación que los mejores ajedrecistas del mundo han crecido en el seno de una familia armenia, desde Petrosian hasta Kaspárov, quien comparó la popularidad del ajedrez en Armenia con la del fútbol en Latinoamérica.
Pasamos a un café y una mujer nos envía a una habitación apartada, quizá por albergar la mesa más grande. La mujer llega con más tazas de café de las que hemos pedido y una bandeja empapada. Deja las tazas chorreantes sobre la mesa mientras comemos algo de fruta. Pagamos trescientos drams por cada café armenio —un café realmente oriental que cada país del Este reivindica como propio— y nos marchamos.
El suelo está cubierto por una capa de hielo asesina. Pasamos con miedo y sigilo para despistar las miradas de los vendedores ante la eventual caída que todos parecemos temer. Una señora extiende una manzana buscando la atención de Michal. Sin tener muy claro si es un detalle desinteresado o una estrategia amable para ganar clientes, nuestro hombre pregunta si es un regalo para él y la señora asiente con una sonrisa mientras los otros vendedores observan la escena y murmuran un largo ¡Ooooh!, al unísono, que en todos los idiomas significa lo mismo.
Cerca del mercado, se eleva la iglesia de la Santa Madre de Dios, junto a la que nos espera un impaciente Patverov, un armenio afectado por la curiosa enfermedad de la prisa.

*     *     *


Los primeros jachkars salpican un infinito manto de nieve que se funde con el cielo nublado. Es el cementerio de Noratus. En su parte más antigua, alberga una agrupación de casi ochocientas de estas típicas cruces armenias talladas en piedra, lo que lo convierte en el mayor conjunto de jachkars del mundo después de que Azerbaiyán destruyese el de Jugha, entre 1998 y 2005. Tan inmenso es este cementerio que, cuentan, el príncipe armenio Gegham ordenó a su guarnición colocar sus cascos y espadas sobre cada cruz para simular, en la lejanía, un imponente ejército que amedrentase al enemigo. Y así fue como un ejército de tumbas disfrazadas de soldados habría hecho huir a los turcos otomanos. Una estrategia similar a la de los caballeros de Valencia que, colocando sobre Babieca el cadáver de su señor, extendieron la leyenda de que el Cid había ganado batallas después de muerto. Ambos ganaron, como mínimo, un poco de esperanza.
En el cementerio de Noratus el tiempo pasa por la muerte. Las antiguas cruces, talladas desde el siglo IX, dan paso a tumbas más recientes y sofisticadas: enormes sepulcros que son salas de estar al aire libre con mesas y asientos de piedra. El valor del cementerio reside en la visible evolución del arte del jachkar pero, sobre todo, en la forma en la que los diseños en torno a las cruces describen la cultura y la historia del país. 
Decía Kapuściński que estas cruces han sido el símbolo de la existencia del pueblo armenio, que marcaban las fronteras y, a veces, indicaban el camino. La victoria, el agradecimiento, la delimitación del territorio y hasta la muerte han sido plasmados en estas cruces desde que Armenia se convirtió en el primer país cristiano de la historia. 
Además de dibujos del difunto ejerciendo su profesión, algunos jachkars incluyen el símbolo de la eternidad, una espiral dentro de un círculo que hace referencia al sol y que sustituyó a la hoz y el martillo del escudo nacional después de que Armenia se independizase de la Unión Soviética, en 1991. Los monumentos fúnebres más elaborados incluyen, además, el tonir —una oquedad en el suelo donde que se cuece el pan—, algún joravats —típicas brochetas de carne y verdura a la barbacoa— y el saz —instrumento de cuerda tradicional—. En alguna lápida incluso quedan restos de vidrio, ya que, según una antigua tradición, romper un cristal simbolizaba la pérdida del miedo. Los pedazos de cristal se depositaban en la parte inferior de la tumba y, después, se vertía agua sobre la parte superior. Tal es la variedad de elementos que guarda este cementerio que en la pared de una de las capillas se inscribió una desgravación fiscal de siete líneas que especifica, con todo detalle, las condiciones del acuerdo por el que el shana —recaudador de impuestos— y el demetar —jefe de la aldea— quedaban exentos del pago de algunas tasas.
En el monasterio de Sevan, una pareja acaba de darse el sí, quiero. Ascendemos por unas escaleras eternas y congeladas que las invitadas han subido con tacones de veinte centímetros. De entre los coches adornados con lazos blancos sale un lustroso perro negro. O la amabilidad armenia es extensible al mundo canino o Armen, como decidimos llamar a nuestro nuevo guía, huele la comida que guardamos en las mochilas y nos acompaña durante todo el trayecto.
Cuando llegamos a una de las capillas del monasterio, aparece un joven de ojos escondidos y risueños con una garrafa de agua de cinco litros rellena de brandy y una tableta de chocolate. Extiende unos vasos de plástico sobre la mesa —clara muestra de la hospitalidad armenia es que siempre aparece una mesa en algún rincón y alguien dispuesto a llenarla— y nos ofrece el aperitivo con una sonrisa. Es su forma de presentarse. Dice que se está preparando para acceder al ejército, pero está en un monasterio perdido en la montaña esperando conversación y alguien a quien invitar a un trago de brandy.
Se ha dicho que el brandy armenio jugó un papel relevante en Yalta, cuando Churchill, Stalin y Roosvelt se repartían el mundo. Antes de la histórica foto en la que aparecen los tres mandatarios sentados, Stalin había regalado a Churchill una botella de Dvin. Tras degustarlo, Churchill estaba convencido de haber probado el mejor brandy del mundo y no solo lo dijo aquel día, sino que atribuía su longevidad a fumar puros, almorzar con puntualidad y beber una botella de brandy armenio al día. Cuentan los armenios que Churchill detectó que un día, el coñac al que se había acostumbrado tenía un sabor distinto. Llamó a Stalin, quien había exiliado a Siberia al artífice de un nuevo sistema de producción de brandy en la Unión Soviética. Stalin, tras atender las quejas de Churchill, liberó a aquel hombre, que recuperó su puesto.

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Con el chico, aparece un hombre que hace las veces de guía turístico de manera improvisada y gratuita. Nos cuenta que bajo el monasterio discurre un pasadizo que permitía a los armenios refugiarse y huir de las invasiones mongolas. La historia de su país está plagada de invasiones, de vecinos hostiles, unas veces por motivos religiosos y otras, simplemente, porque Armenia es al Cáucaso lo que el niño vulnerable de la clase es a sus compañeros.
Todo ello transcurre bajo la atenta mirada de una señora que parece proteger el monasterio y que cambia de puerta a medida que nos desplazamos. Con media cara oculta bajo un pañuelo rojo intenso que le rodea la cabeza, nos cuenta que es viuda y que sus hijos buscan una vida mejor en Suiza. Probablemente guardar las puertas de esa capilla y esperar a los curiosos que se acercan al monasterio es lo más estimulante que puede hacer durante el día. 
El lago Sevan se derrama sobre un paisaje en el que montañas nevadas se mimetizan con las nubes simulando el infinito. Antes llamado Mar de Gegham, es el único de los tres grandes lagos de la Armenia histórica que permanece en territorio armenio. El nombre del lago es la herencia de Van, que ahora es el lago más grande de Turquía. Por su oscuridad, cuentan los armenios que un grupo de personas llegado de las proximidades de Van llamó al lago Negro Van.
Una de las leyendas más conocidas en Armenia trascurre en Van. En la isla Aghtamar vivía una princesa llamada Tamar, una mujer que se dedicaba a esperar al plebeyo del que se había enamorado. Cada noche, él tenía que llegar hasta ella a nado, guiado por la luz con la que la princesa iluminaba el agua. El padre de Tamar, enterado de aquellas visitas, dejó al muchacho sin luz en mitad del lago. Su cuerpo quedó varado en la orilla y la forma de su boca insinuaba que las palabras Akh Tamar se habían congelado en sus labios. El grito, dicen, aún se escucha por las noches.
El lago quedó al otro lado de la frontera, pero la leyenda se mudó a Sevan. Cerca del lago se colocó una estatua de Tamar que, brazos en alto, sujeta la antorcha con la que iluminaba el camino a su amado.
Cuando llegamos al punto más elevado del monasterio de Seván, el cielo se despeja y nos ofrece uno de los lagos más altos del mundo en todo su esplendor. Aunque la mano del hombre ha sido devastadora a lo largo de los años, a medida que el agua descendía iban apareciendo algunas reliquias de la antigüedad, como los jachkars más arcaicos que un día cubrió el agua donde Mandelstam se reencontró con sus musas. Nunca volvió a dejar de escribir. 

"HERIDAS DEL VIENTO"
CRÓNICAS ARMENIAS CON MANCHAS DE JUGO DE GRANADA
Virginia Mendoza.-