martes, 30 de noviembre de 2010

La Chica "Plan"

"cartas desde la rue Taitbout nº 07
-Wiliam Saroyan-

Querida niña, niña tontita y ridícula de hace sólo treinta años,
cuando tu tenías dieciocho y habías ido a Hollywood, desde York,
Pennsylvania, para hacerte estrella de cine, con un secreto escondido
en el vientre. No recuerdo cómo nos conocimos; sólo sé que de pronto
estabas viviendo en mi apartamento de Villa Carlotta, un sitio muy de
relumbrón para los recién llegados al departamento de escritores del
negocio del cine. Allí estabas tú en los últimos días del mejor mes
del año, octubre de 1936, compartiendo mi vida, la vida de un nuevo
escritor americano, de veintiocho años, famoso de costa a costa, como
dice la gente, con dos libros publicados en Nueva York, Londres,
París, Berlín, Roma y un montón de sitios; pero, a pesar de todo, un
hombre vociferante y desesperado que había ido a Hollywood en un
decrépito "Packard" para ganar rápidamente algún dinero con el que
pagar unas estúpidas deudas.
De vez en cuando me he preguntado qué habrá sido de ti, sobre todo
que habrá sido de la criatura que empezó a notarse poco después de que
vinieras a vivir conmigo y que no era mía, sino de un muchacho de
Pennsylvania al que conociste antes de decidirte a ir al Oeste, adonde
te fuiste porque te diste cuenta de que aquello iba en serio y tú no
querías casarte con él, no te atrevías a decírselo a tus padres, no
sabías qué hacer, pero no querías el aborto. Y luego, hacia mediados
de diciembre, lo hablamos con calma y tú decidiste volver a casa,
contárselo a tus padres y tener la criatura, una niña, según me
dijiste en tu carta.
¿Dónde estará ahora? Me lo he preguntado varias veces. Su madre tenía
dieciocho o diecinueve años cuando ella nació, de manera que ahora
tendrá treinta. ¿Cuántos hijos tiene? ¿Cómo le van las cosas?

Y un día, en Ohio, poco después de mi boda, cuando iba a la cafeteria
de Wright Field, te encontré vestida con una especie de traje de faena
que llevaban entonces las mujeres y te dije:
-¿Qué estás haciendo aquí?
-Películas -me contestaste. A los veinticinco años, seguías haciendo
películas-. Para ganar la guerra.
Y la ganaste, desde luego. Yo no. Y luego, en 1947, cuando volví a
Hollywood, esta vez no a trabajar, sino a pasear y a las carreras de
Santa Anita, una noche, al subir por Hollywood Boulevard, camino de la
librería de Stanley Rose, allí estabas otra vez. Pero ahora no ibas
sola, sino con un chico que no era en absoluto de cine, ni productor,
ni director, ni cámara, ni técnico, ni ordenanza, sólo un chico de
provincias que también había ido a Hollywood a probar fortuna. Tú te
soltaste de su brazo y te acercaste a mí para decirme:
-He vuelto; sí, he vuelto. No podía estar más tiempo lejos de aquí.
Esto es lo mío.
-Veintinueve años, con una hija de diez.
-Está con mi madre, se quieren mucho, es una preciosidad y ha hecho
muy feliz a mi madre. ¿No podrías proporcionarme un papel en una
película?
Naturalmente, no podía. ¿Quién iba a poder? No es que no supieras
actuar; es que delante de ti había muchas que tenían la clase de
amigos que podían ayudarlas, por lo menos hasta la mitad del camino.
Yo no. Ni siquiera podía decir que intentaría buscar algo para ti o
incluso para mí, aunque durante un momento me tentó la idea de volver
a tenerte; pero ni te dije que me llamaras al "Plaza".
Y aún volví a verte otra vez, en un lugar en el que nunca creí que te
vería, en Nueva York, cerca de "Tiffany", con un hombre viejo que no
era tu padre, y os vi entrar en "Tiffany" y eso es todo y ya no volví
a verte más.
Eras una niña encantadora, una niña con una niña en el vientre y yo te
quería y la quería y os quiero todavía. Os quiero a las dos, aunque en
realidad no hay motivo para ello. Tú eres de esa clase de chicas que
viven despreocupadamente, con seriedad, malentendidos, deseo,
expectación, fracaso, risa e indiferencia. No sois listas; vuestras
hermanas listas, esas que saben casarse y divorciarse y aprovecharse
de sus hijos con habilidad dirán que sois estúpidas, pero al final
vosotras habréis vivido una vida y ellas habrán vivido una mentira.
Por eso te quiero, y aún me pregunto que habrá sido de ti y de tu hija
y de la hija de tu hija, y deseo que aumente vuestra tribu.

lunes, 29 de noviembre de 2010

Terminado

-Constnatino Kavafis-

En medio del temor y las sospechas, con espíritu agitado y ojos de
pavor, nos consumimos y planeamos cómo hacer para evitar el seguro
peligro que así terriblemente nos amenaza.
Y sin embargo estamos equivocados, ése no está en nuestro camino:
falsos eran los mensajes (o no los escuchamos, o no los entendimos
bien).
Otra catástrofe, que no la imaginábamos, repentina, violenta cae
sobre nosotros y no preparados -de dónde tiempo ya- nos arrebata.

domingo, 28 de noviembre de 2010

"Como Cada Domingo"

Ten mucho cuidado,
no corras tanto.
Cuando cruces la calle mira hacia ambos lados,
Cuidado que la vida espera,
Y no faltes ningún día a la escuela.
No hables con nadie que no conozcas,
Mira que estos dias son para estar mosca,
Cuidado que la calle no juega,
Y no pongas nerviosa a la maestra.
Yo regresaré, yo te lo prometo
Como cada domingo,
yo te lo prometo,
Iremos al parque a jugar pelota.
Y no puedo quedarme, asuntos de trabajo
Ay, mientras se me sale el corazón de un lado,
Papá no aprietes tanto
que me haces daño.
Y cuida de tu madre,
que ella en estos dias
ha estado muy nerviosa
será por culpa mía
Lo siento, pero como explicarte ,
Que no duermo con ella hace bastante.
Y tal vez un día tu lo entenderás
Pero yo si sé, que no lo podré hacer,
Porque hay otros que por mi han decidido
Pretenden saber cuanto te necesito...
Franco De Vita.-

Rubaiyat 07

-Omar khayyam-

Cuando vaciles bajo el peso del dolor,
y estén ya secas las fuentes de tu llanto,
piensa en el césped que brilla tras la lluvia; cuando el resplandor
del día te exaspere,
y llegues a desear que una noche sin aurora se abata sobre el mundo,
piensa en el despertar de un niño.
...

Philosophy

-Ara Baliozian-

Faith can move mountains?
What nonsense!
God created mountains to be stationary.
Why would anyone want to challenge His will by moving them?

*You tell idiots faith can move mountains and next thing you know
they raise armies, go on the war path liberating distant lands,
converting infidels, and engaging in plunder and massacre.

*If we don't know the meaning of life and death it may be because God
wanted it that way.
Not knowing is not ignorance.
Pretending to know the unknowable: that's what I call the quintessence
of ignorance compounded by blasphemy.

*Tasting the fruit from the Tree of Knowledge can be a risky business.
But when it comes to learning from history or repeating it, men have
exhibited a marked preference for repeating it.

*Three of my favorite philosophical statements:
"Of the gods we know nothing" (Socrates).
"We don't know why things exist" (Heidegger).
"We believe that we believe but we don't believe" (Sartre).

*"I think therefore I am"?
Countless men have ceased to be exactly because some moron said:
"I think my belief system to be the only true oneand anyone who does
not think as I do doesn't deserve to live."

La Venus Callipyga

Hubo en la Grecia dos siracusanas,
Que tenían un trasero portentoso;
Y, por saber la cual de las hermanas
Lo tenía más gentil, duro y carnoso,
Desnudas se mostraron a un perito
Que, después de palpar con dulce apremio,
Ofreció a la mayor su mano, en premio.
Tomó su hermano el no menos bonito
De la menor; alegres se casaron,
Y, tras más de una grata peripecia,
En honor de las dos un templo alzaron,
Con el nombre de:
« Venus, nalga recia. »
No sé qué intención hubiera sido,
Mas fuera aqueste el templo de la Grecia
Al que más devoción habría tenido.
-La Fontaine-

Fortuna y Fama

Lo que tiene de inconstancia la una, tiene de firmé la otra.
La primera sirve para vivir, la segunda para después; aquella actúa
contra la envidia, ésta contra el olvido.
Baltasar Gracián.

Máximas

Sobre el destino:
*El destino tiene dos formas de herirnos: negándose a cumplir nuestros
deseos y cumpliéndolos.
...

*A mi el Gobernar no es un asunto para hombres de carácter y buena
educación. Aristófanes.
...

-Sobre los amigos:
*Generalmente se dice, y con razón, que el amigo de todos no es amigo
de nadie. Bourdaloue

*Todos quieren tener amigos y nadie quiere serlo. Diderot.

*La única manera de poseer un amigo es serlo.
*El amigo seguro se conoce en la ocasión insegura.Ennio.
...

*Yo sólo sé que no sé nada. Sócrates.

Sor Juana

-La Fontaine-

Parió sor Juana, en sazón,
Y muy contrita, ayunaba,
Y siempre rezando estaba,
Con sin igual devoción.
«Ved, dijo en cierta ocasión
La abadesa, muy ufana,
Ved cómo vive sor Juana,
Seguid su conducta bella.»
Y las monjas, bajo el manto,
Dijeron a esta querella:
«Viviremos como ella,
Cuando hagamos otro tanto.»

Manejar los asuntos con expectación

Los aciertos adquieren valor por la admiración que provoca la novedad.
Jugar a juego descubierto ni gusta ni es útil. No descubrirse
inmediatamente produce curiosidad: especialmente cuando el puesto es
importante surge la expectación general. El misterio en todo, por su
mismo secreto, provoca veneración. Incluso al darse a entender se debe
huir de la franqueza. El silencio recatado es el refugio de la
cordura.
Baltasar Gracián.

Rubaiyat 06

-Omar Khayyam-

Ese vapor sutil que envuelve las rosas, ¿es una voluta de perfume o
el débil amparo que les dejó la bruma?
Tu cabellera, caída sobre tu rostro, ¿es la noche que tus miradas van
a disipar?
¡Despierta, amada mía, el sol dora nuestras copas!
¡Bebamos!

"Noche de Aforismos"

*Lo peor de la humanidad son los hombres y las mujeres.

*Lo que es pecado de muchos queda sin castigo.
Marco Anneo Lucano.

*Lo que más me fastidia de ser pobre es no poder engañar a Hacienda.

*Los caminos de la lealtad son siempre rectos.
Raimon Lluli.

*Los cántaros, cuanto más vacíos, más ruido hacen.
Alfonso X, el Sabio.

*Los hechos no dejan de existir sólo por que sean ignorados.
T. Huxley.

*Los hombres de estado son como cirujanos, sus errores son mortales.

*Los hombres ilustres tienen toda la tierra por tumba.
Pericles.

*Los hombres más eruditos no son precisamente los más sabios. Chaucer.

*Los médicos dejan morir, los charlatanes matan.
Jean de la Bruyére.

*Los políticos son como las que ven la suerte, mienten por oficio.

*Los regalos se vuelven deudas cuando no se dan de corazón.

*Los sabios buscan la sabiduría; los necios creen haberla encontrado.

*Mi psicoanalista es mi máquina de escribir.
Ernest Hemingway.

*Mientras los necios deciden, los inteligentes deliberan.
Plutarco.

*Las personas que hacen poco ruido son peligrosas.
Jean de La Fontaine.

*Lo importante no es saber, sino tener el teléfono del que sabe.

*Lo malo de la caridad es que no tiene fondo.

*La mayor desgracia de la juventud actual es ya no pertenecer a ella. Dalí.

*Las corbatas limpias atraen la comida.

*Las experiencias más provechosas son siempre las peores.
Thornton Wilder.

*Las leyes guardan silencio cuando suenan las armas.
M.T.Cicerón.

*Las leyes, como las casas, se apoyan unas en otras.
Edmund Burke.

*Las máquinas deben trabajar y las personas pensar.

*La verdad nunca tiene un aspecto impetuoso.
Nicholas Boileau-Depreaux.

*Donde está la infancia está la edad de oro.
Novalis.

*En nuestros días, tres ocurrencias y una mentira hacen a un escritor.
Litchtenberg.

*Los imbéciles son escurridizos e impermeables como una clara de huevo.
León Bloy.
...

sábado, 27 de noviembre de 2010

Nacimiento y Muerte 02

Nuestro nacimiento y muerte son una sola cosa.
No se puede tener uno sin el otro.
Resulta curioso observar cómo, frente a la muerte, las personas están
tan llorosas y tristes y frente al nacimiento tan felices y alegres.
Es una falsa ilusión.
Creo que si usted realmente quiere llorar, sería mejor hacerlo cuando
alguien nace.
Llore al principio, debido a que si no hubiese nacimiento no habría muerte.
¿Puede entender esto?

Ajahn Chah
"Reflexiones"

La Ciudad

Konstantino Kavafis

Dijiste:"Iré a otra ciudad, iré a otro mar.
Otra ciudad ha de hallarse mejor que ésta.
Todo esfuerzo mío es una condena escrita; y está mi corazón - como un
cadáver - sepultado.
Mi espíritu hasta cuándo permanecerá en este marasmo.
Donde mis ojos vuelva, donde quiera que mire oscuras ruinas de mi vida
veo aquí, donde tantos años pasé y destruí y perdí".
Nuevas tierras no hallarás, no hallarás otros mares.
La ciudad te seguirá.
Vagarás por las mismas calles. Y en los mismos barrios te harás viejo
y en estas mismas casas encanecerás.
Siempre llegarás a esta ciudad. Para otro lugar -no esperes- no hay
barco para ti, no hay camino.
Así como tu vida la arruinaste a quien este rincón pequeño, en toda
tierra la destruiste.

Nacimiento y Muerte 01

Una buena práctica es preguntarse con toda sinceridad:
"¿Por qué nací?"
Hágase esta pregunta durante la mañana, tarde y noche... todos los días.

Ajahn Chah
"Reflexiones"

jueves, 25 de noviembre de 2010

"Desear"

Solo dos cosas que ignoras, las cosas que son importantes, y las cosas
que tu deseas que no fuesen importantes. Y eso de "Desear" nunca
funciona...

House's Quotes - Frases de House

"It's a basic truth of the human condition that everybody lies. The
only variable is about what."

"Es una verdad básica de la condición humana que todo el mundo miente.
La única variable es sobre qué."

martes, 23 de noviembre de 2010

Rubaiyat 05

Omar Khayyam

5

Consagra, a las luces del alba, tu copa de vino, que semeja un
tulipán de primavera; Consagra, a la risa de un adolescente, tu copa
de vino, que recuerda su boca.
Bebe, y olvida que el puño del dolor
se abatirá bien pronto sobre ti.

Rubaiyat 04

Omar Khayyam

4

Lámparas que se apagan, esperanzas que se encienden: la aurora.
Lámparas que se encienden, esperanzas que se apagan: la noche.

Rubaiyat 03

Omar Khayyam

3

Cuando la brisa matinal entreabre las rosas y les dice que ya las
violetas desplegaron su espléndido ropaje,
Sólo es digno de vivir
quien contempla a una joven dormida,
Coge su copa, la apura, y la arroja después.

Rubaiyat 02

Omar Khayyam

2

El alba vuelca sus rosas en la copa del cielo...
En el aire de cristal se
desgrana el canto del último ruiseñor...
El aroma del vino es más
suave...
¡Y pensar que hay insensatos que en esta misma hora
sueñan con riquezas y distinciones!
¡Qué sedosa es tu cabellera,
amada mía!

lunes, 22 de noviembre de 2010

"Cartas desde la rue Taitbout" nº 03

-William Saroyan-

Doctor Freud, doctor Jung y doctor Adler:

Cada persona de este mundo es un personaje que merece una de esas
biografías definitivas que los herederos autorizan en nombre de los
hombres célebres. Todas las personas merecen el mismo estudio y
atención cuando se dedican a contar la vida de Winston Churchill,
Franklin Delano Roosevelt, Benito Mussolini, Adolf Hitler, José Stalin
o de cualquier hombre célebre. Desde luego, no todo el mundo consigue
lo que se merece en el terreno de la biografía. Uno mismo no puede
escribir su vida; no puede imaginarla, no puede pensarla, y nadie va a
hacerlo por él.

Esto es una lástima, pues es una gran pérdida; aunque más lástima
merecen otras pérdidas: la pérdida de la propia vida en la guerra,
pongamos por caso; o la pérdida del juicio de generaciones enteras, a
causa de la continua inseguridad, la duda, el acoso, el miedo, la
ansiedad y toda clase de rémoras, todas esas cosas a las que el mundo
espera que nos adaptemos: Gobiernos, impuestos, guerras, y el servicio
militar que se impone a los jóvenes sin consultarles ni pedir su
aprobación.

Ahora bien, desde luego, todo el mundo se adapta, desde el momento que
sale a la luz hasta el momento en que se vuelve a la oscuridad.
Se adapta.
Adaptarse llega a ser su naturaleza. Incluso empieza a creer que le
gusta adaptarse. Rompe la monotonía. Le da una especie de razón de
ser. Se adapta hasta conseguir una total incapacidad para averiguar
quién es o qué podría hacer en este mundo. No es él mismo; es sus
adaptaciones, un producto elaborado por su Gobierno.
Todo lo cual lo convierte en el personaje a que me refería hace un
momento. A medida que va adaptándose, cambia su cuerpo, cambia su
postura, cambia su modo de andar, cambian sus nervios, cambia su
cerebro y cambian hasta sus células. Y a falta de mejor ayuda para
sobrellevar ese momento difícil que es decidirse a pasar otro día sin
esperanza, enciende un cigarrillo, aspira profundamente y una vez más
siente que tal vez le fuera posible llegar al otro lado sano y salvo.
Doctor Freud, doctor Jung doctor Adler, ¿Qué puede hacer este pobre
hombre por sí mismo, por el género humano, por la Naturaleza, por el
arte, por la verdad, o por Dios? ¿Nada? ¿Seguir adaptándose hasta que
le toque adaptarse a una muerte estúpida? ¿Acaso cuenta "él" para
algo, o acaso sólo cuentan ustedes, nosotros, los superiores, los
afortunados, los de talento?
Hago la pregunta en nombre del pobre hombre de la actitud desesperada,
con su depresión nerviosa, su mala circulación de la sangre y su
aliento fétido.
Todo el mundo tiene el aliento fétido. En Norteamérica, el negocio de
la fabricación, propaganda y venta de los elixires bucales que, según
se afirma, combaten el mal aliento, es enorme. Millones de personas se
enjuagan la boca continuamente con docenas de líquidos que valen seis
centavos el frasco, incluida la propaganda en Prensa, Radio y
Televisión, pero se venden a noventa y seis centavos, rebajados de un
dólar cincuenta. Sin embargo, no consiguen eliminar el mal aliento.
También sudan, y la gente dice que sudar es feo; y ellos van y se
pulverizan para dejar de sudar, para cerrar el poro, para neutralizar
el olor o para sustituirlo por el perfume de violetas. Sin embargo,
nadie huele a violetas, a no ser que se ponga a régimen de violetas,
durante un par de semanas. Los estadistas, los miembros de los
Gobiernos de este mundo, tienen mal aliento. Y sudan, y huelen. Y sus
esposas, sus hijas, sus secretarios o sus amigos tienen que
recordarles: "Por Dios, señor presidente, tiene usted mal aliento."
Naturalmente que tiene mal aliento el señor presidente. Es tan humano
y está tan fastidiado como cualquiera, ¿cómo no va a tener mal
aliento? Se lo produce el trabajo, la tensión nerviosa de tener que
tomar decisiones, lo que come, lo que bebe y lo que fuma.

Pero hay gente que no tiene mal aliento, y hubo un tiempo en que a las
muchachas de este mundo les olía la boca a leche fresca y a
florecitas. Y no era por los elixires bucales ni por los sustitutos
del sudor; era por ellas mismas, por su juventud, por su salud, y
hasta por su ignorancia, o por su inocencia. Pero al cabo de cinco o
seis años también a estas chicas empezó a olerles mal el aliento y
tuvieron que disimular los olores de su cuerpo con perfumes de todas
clases. Algo les habia pasado. El amor no resultó como ellas,
justificadamente, esperaban que resultara.

Cuando las chicas tienen el aliento dulce, los jóvenes que las aman
creen que el amor va a ser siempre así. Pero muy pronto deja de serlo
y ellas huelen mal y ellos también. Bueno, ¿lo hace el mundo, lo hace
la Naturaleza, o sucede porque divagan? (Los esquimales y algunos
pueblos asiáticos que llevan una vida dura huelen mal en todo momento,
pero no les preocupa. Tienen otras cosas en que pensar, y sus hijos
nacen tan sanos y fuerte como los de cualquiera).

Ahora, los jóvenes de todo el mundo, salvo tal vez los esquimales y
los de algunos pueblos asiáticos, empiezan a dejarse el mal olor; lo
hacen adrede y esto hace pensar a la gente, porque lo del olor no es
todo, sino sólo una pequeña parte de lo que están haciendo en
realidad. Parece que están tratando de no dejarse arrastrar al juego
en el que intuyen que van a perderlo todo: verdad, libertad, amor y
hasta la propia vida. Muchos de ellos son medio imbéciles; pero ésos
son los que se habrían hecho banqueros, abogados y políticos. Los
débiles mentales son siempre más numerosos que los inteligentes, de
manera que no importa mucho que una buena porción de los chicos que no
quieren trabajar ni dejar la LSD sean medio imbéciles. ¿Por qué no
iban a serlo? Sus padres lo eran, ¿no? ¿Qué se podía esperar, otro
doctor Freud, otro doctor Jung, otro doctor Adler?

Caballeros, esta rebelión de los jóvenes no la provocaron ustedes.
Estos hijos y estas hijas de hombres y de mujeres de todas las clases
incluidas las inferiores y las medio imbéciles, se han rebelado por
propia iniciativa. Sencillamente, no quieren adaptarse. Y es que,
dicen ellos: "Adaptarse, ¿a qué?

¿Cómo ha podido ocurrir? En un mundo lleno de personajes cada uno de
los cuales se merecía una biografía y, sin embargo, era totalmente
anónimo, ¿cómo ha podido ocurrir semejante cosa? ¿Cómo empezó a
manifestarse entre la juventud nada menos que un mundo nuevo?

Voy a decirles cómo, porque yo lo sé. Fue un acto natural. Ocurrió
espontánemanete, porque tenía que ocurrir. La especie está
protegiéndose de sí misma. No quiere extinguirse.
Es mejor tener mal aliento que no tenerlo en absoluto.

sábado, 20 de noviembre de 2010

Emilia de Tourville o la crueldad fraterna

Marqués de Sade



Nada es tan sagrado en una familia como el honor de sus miembros, pero si ese tesoro llega a empañarse, por precioso que sea, aquellos a quienes importa su defensa, ¿deben ejercerla aun a costa de cargar ellos mismos con el vergonzoso papel de perseguidores de las desdichadas criaturas que les ofenden? ¿No sería más razonable compensar de alguna otra forma las torturas que infligen a sus víctimas y también esa herida, a menudo quimérica, que se lamentan de haber recibido? En fin, ¿quién es más culpable a los ojos de la razón? ¿Una hija débil o traicionada o un padre cualquiera que por erigirse en vengador de una familia se convierte en verdugo de la desventurada? El suceso que vamos a relatar a nuestros lectores tal vez aclarará la cuestión.

El conde de Luxeuil, teniente general, hombre de unos cincuenta y seis a cincuenta y siete años, regresaba en una silla de posta de una de sus posesiones en Picardía cuando, al pasar por el bosque de Compiègne, a las seis de la tarde más o menos, a fines de noviembre, oyó unos gritos de mujer que le parecieron proceder de las inmediaciones de una de las carreteras próximas al camino real que atravesaba; se detiene y ordena al ayuda de cámara que cabalgaba junto al carruaje que vaya a ver de qué se trata. Le contesta que es una joven de dieciséis a diecisiete años, bañada en su propia sangre, sin que, no obstante, sea posible saber dónde están sus heridas y que ruega que la socorran; el conde se apea él mismo en seguida y corre hacia la infortunada; debido a la oscuridad no le resulta tampoco fácil averiguar de dónde procede la sangre que derrama, pero por las respuestas que le da, advierte al fin que está sangrando por las venas de los brazos.

-Señorita -le dice el conde, tras haber ayudado a la criatura en lo que le era posible-, no estoy aquí para preguntaros la causa de vuestra desgracia y, por otra parte, vos apenas os halláis en condiciones de contármela; os ruego que subáis a mi coche y que nuestra única preocupación sea, para vos, el tranquilizaros, y, para mí, el ayudaros.

Tras decir esto, el señor de Luxeuil, ayudado por su ayuda de cámara, traslada a la desdichada joven al carruaje y se van.

Tan pronto como la atractiva joven se ve a salvo, trata de balbucear unas palabras de agradecimiento, pero el conde le suplica que no hable y le contesta:

-Mañana, señorita; mañana espero que me contéis todo lo que os aflige, pero hoy, en virtud de la autoridad que sobre vos me da no sólo mi edad, sino también la alegría de poder seros útil, os ruego encarecidamente que no penséis más que en calmaros.

Llegan a su destino; para evitar cualquier escándalo, el conde cubre a su protegida con un abrigo de hombre y hace que el ayuda de cámara la conduzca a una confortable habitación al fondo de su palacete, a donde va a verla tras abrazar a su mujer y a su hijo que le esperaban a cenar aquella noche.

Cuando va a visitar a la enferma, el conde lleva con él a un cirujano; reconocen a la joven y ven que está en un estado de abatimiento inexpresable, la palidez de su rostro parecía casi anunciar que le quedaban apenas unos instantes de vida; no obstante, no tenía ninguna herida; en cuanto a su debilidad -afirmó-, se debía a la enorme cantidad de sangre que había perdido diariamente desde hacía tres meses, y cuando iba a explicar al conde la causa sobrenatural de pérdida tan prodigiosa, perdió el conocimiento y el cirujano dictaminó que había que dejarla en reposo y conformarse con administrarle reconstituyentes y cordiales.

Nuestra infortunada joven pasó bastante bien la noche, pero durante seis días aún no se halló en condiciones de relatar a su benefactor todo lo relacionado con ella; por fin, la noche del séptimo día, mientras todo el mundo seguía ignorando en casa del conde que estaba allí escondida y ni siquiera ella misma, gracias a las precauciones que habían tomado, sabía dónde se hallaba, rogó al conde que la escuchara y que, ante todo, fuera indulgente con ella, cualesquiera que fuesen las faltas que iba a revelarle. El señor de Luxeuil tomó asiento, aseguró a su protegida que nunca perdería la confianza que ella le inspiraba y nuestra hermosa aventurera comenzó de esta forma el relato de sus infortunios.

«Historia de la señorita de Tourville.»

Soy hija, señor, del presidente de Tourville, hombre demasiado conocido y demasiado célebre dentro de su profesión para que no le conozcáis. Desde que salí del convento hace dos años nunca había abandonado la casa de mi padre; tras la pérdida de mi madre, siendo muy niña, él solo se encargaba de mi educación y puedo afirmar que no regateaba nada para dotarme de todo cuanto pudiera realzar los encantos propios de mi sexo. Las atenciones, los planes que mi padre acariciaba para buscarme el mejor partido posible, incluso una cierta predilección, todo ello, repito, despertó bien pronto la envidia de mis hermanos, uno de ellos, presidente desde hace tres años, acaba de cumplir veintiséis años; el otro, consejero desde no hace tanto tiempo, pronto cumplirá veinticuatro.

No pensaba que me odiaran tanto como luego he tenido ocasión de comprobar; como no había hecho nada para merecerlo, yo vivía en la dulce ilusión de que su afecto era igual al que mi corazón sentía hacia ellos. ¡Oh, cielos! ¡Qué equivocada estaba! Salvo los ratos dedicados a mi educación, yo disfrutaba en casa de mi padre de la más absoluta libertad; como yo era la única responsable de mi propia conducta, él no me imponía nada a la fuerza, e incluso desde los dieciocho años tenía permiso para pasearme por las mañanas con mi doncella por la terraza de las Tullerías, o si no, por las murallas que estaban al lado de donde vivíamos y de hacer, siempre con ella, bien paseando, bien en uno de los coches de mi padre, alguna que otra visita a casa de amigos o familiares míos, con tal de que no fuesen a horas en que una joven no debe quedarse sola en ninguna reunión. De esa funesta libertad procede la causa principal de mis desdichas, por eso os hablo de ella, señor, ¡ojalá no la hubiera tenido nunca!

Hace un año, cuando me paseaba, como os he dicho, con mi doncella, que se llama Julia, por una sombría alameda de las Tullerías en la que me sentía más a solas que en la terraza y en donde creía que respiraba un aire más puro, se acercan a nosotras seis atrevidos muchachos y nos damos cuenta, por las indecentes proposiciones que nos hacen, de que nos han tomado a ambas por lo que se suele llamar mujeres de la calle. Sintiéndome horriblemente violentada por semejante escena y sin saber cómo escapar, iba ya a buscar la salvación en la huida cuando un joven al que yo solía ver paseándose solo más o menos a las mismas horas en que yo lo hacía y cuyo aspecto inspiraba la mayor confianza, acertó a pasar cuando yo me encontraba en aquella embarazosa situación.

-¡Caballero! -grité, llamándole hacia donde yo estaba-. No tengo el honor de que me conozcáis, pero solemos coincidir por aquí casi todas las mañanas; si me habéis visto alguna vez estoy segura que no os cabrá la menor duda de que no soy una joven en busca de aventuras; os ruego encarecidamente que me deis vuestro brazo para poder regresar a mi casa y librarme de estos bandidos.

El señor de..., me permitiréis que calle su nombre, demasiadas razones me obligan a ello, se acerca en seguida, aparta a los bribones que me rodean, les convence de su error con el alarde de galantería y de respeto con que se presenta ante mí, toma mi brazo y me conduce rápidamente fuera del jardín.

-Señorita -me dice un poco antes de llegar a mi portal-, creo que lo mas prudente es que os deje aquí. Si os acompañara a vuestra casa tendríais que explicar el motivo; eso tal vez os acarrearía la prohibición de poder seguir paseándoos a solas; no contéis, pues, lo que acaba de ocurrir y seguid acudiendo como lo hacéis al mismo paseo, ya que eso os distrae y vuestros padres os lo permiten. No dejaré de ir allí ni un solo día y siempre me hallaréis dispuesto a perder la vida, si fuera preciso, por enfrentarme a cualquier cosa que pueda turbar vuestra tranquilidad.

Una advertencia tan oportuna, un ofrecimiento tan galante, todo ello hizo que mirara a aquel joven con mayor interés del que había creído sentir por él hasta entonces; vi que tenía dos o tres años más que yo y una figura espléndida y me ruboricé al darle las gracias, y los dardos encendidos de ese atractivo dios que hoy es la causa de mi infortunio se clavaron en mi corazón antes de que pudiera impedirlo. Nos separamos, pero creí observar por la forma en que se despidió que yo le había causado la misma impresión que acababa de hacerme él a mí. Regresé a casa de mi padre, me cuidé de no comentar nada y a la mañana siguiente volví al paseo de siempre empujada por un sentimiento que era más fuerte que yo, que me habría llevado a arrostrar todos los peligros imaginables... ¿Qué digo? Que tal vez hacía que los deseara para tener el placer de volver a ser rescatada por el mismo hombre. Quizá os estoy pintando mi alma con excesiva ingenuidad, pero me habéis prometido vuestra indulgencia y cada nuevo detalle de mi historia os hará ver hasta qué punto la necesito; no será esta la única imprudencia que me veréis cometer ni será la única que necesite de vuestra compasión.

El señor de... apareció en la alameda seis minutos después que yo y en seguida que me vio se acercó a mí.

-¿Puedo preguntaros, señorita -me dijo-, si la aventura de ayer ha tenido alguna repercusión o si os ha ocasionado alguna molestia?

Le aseguré que no, añadí que había seguido su consejo, que le daba las gracias por él y que me alegraba de que nada fuera a estorbar el placer que sentía saliendo a tomar el aire por las mañanas como lo venía haciendo.

-Si eso tiene tantos alicientes para vos, señorita -prosiguió el señor de..., en el tono más comedido-, los que tienen la dicha de coincidir con vos encuentran sin duda otros muchos más poderosos y si ayer me tomé la libertad de aconsejaros que no hicierais ningún comentario que pudiera dar al traste con vuestros paseos, realmente no tenéis por qué estarme agradecida; me atrevo a aseguraros, señorita, que no lo hice tanto por vos como por mí mismo.

Y mientras decía esto, volvía sus ojos hacia los míos con tal expresividad..., ¡oh, señor! ¡Y que un día tuviera que atribuir mi infortunio a un hombre tan dulce! Yo contesté con sinceridad a sus palabras, empezamos a conversar, dimos un pequeño paseo juntos y el señor de... se despidió no sin suplicarme que le revelara a quién había sido tan afortunado como para prestar ayuda la víspera: no creí obligado ocultárselo, él me reveló asimismo quién era y nos despedimos. Durante cerca de un mes, señor, no dejamos de vernos de esa forma casi todos los días y ese mes, como fácilmente podéis imaginar, no transcurrió sin que nos confesáramos el uno al otro los sentimientos que nos embargaban y sin haber jurado que los profesaríamos para siempre.

Al fin, el señor de... me suplicó que le permitiera verme en algún lugar menos embarazoso que un jardín público.

-No me atrevo a presentarme en casa de vuestro padre, hermosa Emilia -me dijo-, pues como no tengo el honor de conocerle en seguida sospecharía el motivo que me lleva a su casa y en vez de favorecer nuestros planes ese paso podría quizá resultar extraordinariamente perjudicial; pero si realmente sois tan bondadosa y os compadecéis de mí tanto como para no desear que muera de dolor viendo que no me otorgáis lo que os pido, yo os indicaré cómo hacerlo.

Al principio me negué a oírle, pero pronto fui tan débil que se lo pregunté yo misma. La solución, señor, consistía en vernos tres veces por semana en casa de una tal señora Berceil que tenía una tienda de modas en la calle Arcis y de cuya discreción y honestidad el señor de... me respondía como de su propia madre.

-Ya que os permiten ir a visitar a vuestra tía que vive, según me dijisteis, bastante cerca de allí, habrá que fingir que vais a su casa, hacerle, en efecto, una corta visita y venir a pasar el resto del tiempo que tendríais que consagrarle a casa de la mujer que os he dicho; si preguntan a vuestra tía ella contestará que efectivamente os recibe el día que habéis dicho que ibais a verla; por tanto, no hay más que calcular la duración de las visitas y podéis estar completamente segura de que, teniendo confianza en vos como la tienen, nunca se les ocurrirá comprobarlo.

No os voy a repetir, señor todas las objeciones que hice al señor de... para que desistiera de aquel proyecto y para que se percatara de sus inconvenientes; ¿de qué serviría que os diera cuenta de mi resistencia si al fin acabé sucumbiendo? Prometí al señor de... todo cuanto quiso, los veinte luises que entregó a Julia, sin que yo lo supiera, convirtieron a aquella muchacha en cómplice perfecta de sus propósitos y yo no hice otra cosa más que labrar mi perdición. Para que fuera aún más completa, para seguir embriagándome por más tiempo y más a conciencia con el dulce veneno que destilaba mi corazón, engañé a mi tía con un falso pretexto, le dije que una de mis amigas (a quien ya se lo había prometido y que debía contestar en consecuencia) deseaba obsequiarme invitándome tres veces por semana a su palco del Français, que no me atrevía a decírselo así a mi padre por temor a que se opusiera, sino que seguiría diciendo que iba a su casa y le suplicaba que así lo asegurara; tras algunas reticencias, mi tía no pudo resistirse a mis súplicas, convinimos que Julia iría en mi lugar y que al volver del teatro yo pasaría a recogerla para regresar juntas a casa. Le di mil besos. ¡Fatal ceguera de las pasiones! ¡Le daba las gracias por contribuir a mi perdición, por allanar el camino a los extravíos que iban a llevarme al borde de la sepultura!

Por fin empezaron nuestras citas en casa de la Berceil; su almacén era magnífico, su casa absolutamente decente y ella una mujer de unos cuarenta años en la que creí que podía confiar por completo. Por desgracia, confié excesivamente tanto en ella como en mi amante...; el pérfido, ha llegado el momento de confesároslo, señor, la sexta vez que le encontraba en aquella funesta mansión, cobró tal dominio sobre mí, hasta tal extremo supo seducirme, que abusó de mi debilidad y en sus brazos me convertí en el ídolo de su pasión y en víctima de la mía propia. ¡Placeres crueles! ¡Cuántas lágrimas me habéis costado y cuántos remordimientos han de desgarrar todavía mi alma hasta el postrer instante de mi vida!

Un año transcurrió en esta funesta ilusión, señor; yo acababa de cumplir diecisiete años; mi padre planeaba día tras día la conveniencia de un compromiso y podéis imaginaros cómo me hacían estremecer aquellos proyectos, cuando una aventura fatal vino al fin a precipitarme al eterno abismo en que me hallo. Triste designio de la Providencia, sin duda, que quiso que algo en lo que tuve ninguna culpa sirviera para castigar mis verdaderas faltas, para así demostrar que jamás podremos esquivarla, que sigue a todas partes a aquel que parece escapársele y que con el acontecimiento que menos se puede imaginar provoca sin ruido ese otro que servirá para su venganza

El señor de... me había advertido un día que cierto asunto inaplazable le privaría del placer de estar conmigo las tres horas completas que solíamos pasar juntos; que, no obstante, acudiría unos minutos antes del término de nuestra cita, aunque sólo fuera por no alterar en lo más mínimo nuestros hábitos cotidianos, que yo pasase en casa de la Berceil el tiempo que acostumbraba, que, sin duda, por una hora o dos, me distraería más en cualquier caso con la vendedora y con sus hijas que quedándome sola en casa de mi padre; yo me sentía tan confiada en aquella mujer que no puse ningún reparo a lo que mi amante me proponía; así, pues, le prometí que acudiría y le rogué que no se hiciera esperar demasiado. Me aseguró que se quedaría libre tan pronto como le fuera posible y allí fui; ¡oh, día nefando para mí!

La Berceil me recibió a la entrada de su establecimiento, pero no me dejó subir a su casa, como solía hacer.

-Señorita -me dijo al verme-, me alegro muchísimo de que el señor de... no pueda venir temprano esta tarde aquí, tengo que deciros algo que no me atrevo a confesárselo a él, algo que nos obliga a salir a las dos en seguida un momento, cosa que no hubiéramos podido hacer si estuviese él aquí.

-¿Y de qué se trata, pues, señora? -pregunté un tanto asustada por este preámbulo.

-De una tontería, señorita, de una tontería -prosiguió la Berceil-, pero antes tenéis que tranquilizaros, se trata de la cosa más inocente del mundo. Mi madre se ha enterado de vuestra intriga, es una vieja comadre, escrupulosa como un confesor y a la que mantengo sólo por sus escudos; no quiere de ninguna manera que os siga recibiendo, yo no me atrevo a decírselo al señor de..., pero os voy a decir lo que se me ha ocurrido. Os voy a llevar en seguida a casa de una de mis compañeras, una mujer de mi edad y que es tan de fiar como yo misma, os la presentaré; si os cae bien podéis contar al señor de... que os he llevado allí, que es una mujer honrada y que os parecería excelente quedar allí para vuestros encuentros; si no os gusta, cosa que me costaría trabajo creer, como sólo habremos estado un momento no le diréis nada de nuestra gestión; entonces ya me encargaría yo de decirle que me es imposible seguir prestándoos mi casa y ya buscaríais de mutuo acuerdo algún otro medio para poder veros los dos.

Lo que me decía aquella mujer era algo tan sencillo, tan natural la manera y el tono que empleó, mi confianza era tan completa y mi candor tan absoluto, que no vi el menor inconveniente en acceder a lo que me pedía; no cesó ni por un momento de lamentarse ante la imposibilidad de seguir prestándonos sus servicios, yo se los agradecí con todo mi corazón y salimos a la calle.

La casa a la que me llevaba estaba en la misma calle, a unos sesenta u ochenta pasos de la casa de la Berceil; en el exterior no vi nada que me desagradara: una puerta cochera, bonitos ventanales a la calle, un aire de decoro y de pulcritud en todo; sin embargo, una voz misteriosa parecía gritarme desde el fondo de mi corazón que un acontecimiento singular me esperaba en aquella mansión fatal; sentía una especie de repugnancia a cada escalón que subía, todo parecía decirme: ¿A dónde vas, desdichada? ¡Aléjate de estos siniestros parajes...! Llegamos, no obstante, arriba, entramos en una antecámara bastante acogedora, donde no había nadie, y de allí pasamos a un salón que se cerró en seguida a nuestras espaldas como si hubiese alguien escondido detrás de la puerta... Yo me estremecí, el salón estaba muy oscuro y apenas se veía para poder cruzar; no habíamos dado ni tres pasos cuando sentí que dos mujeres me agarraban; en aquel momento se abrió la puerta de un gabinete y vi a un hombre de unos cincuenta años en medio de otras dos mujeres que gritaron a las que me habían sujetado: «Desnudadla, desnudadla y no la traigáis aquí hasta que no esté completamente desnuda.» Apenas me había recobrado de la confusión que me paralizaba cuando estas mujeres me habían puesto ya sus manos encima, y dándome cuenta entonces de que mi salvación dependía más de mis gritos que de mi pavor, grité con todas mis fuerzas. La Berceil hizo todo lo que pudo para calmarme.

-Es cosa de un minuto, señorita -me decía-; hacedme este favor, os lo ruego, y me habréis hecho ganar cincuenta luises.

-¡Arpía infame! -grité-. No creáis que vais a traficar con mi honor de esta manera; si no me dejáis salir de aquí ahora mismo me arrojaré por la ventana.

-Iríais a parar a un patio que es nuestro y donde os volverían a coger en seguida, hija mía -contestó una de aquellas miserables arrancándome los vestidos-. Vamos, creedme, lo mejor para vos es que os dejéis...

¡Oh, señor!, ahorradme el resto de esos horribles detalles. Me dejaron desnuda en seguida, ahogaron mis gritos con bárbaros procedimientos y me arrastraron junto a aquel hombre indigno, que mofándose de mis lágrimas y riéndose de mi resistencia sólo se preocupaba de asegurarse de la infortunada víctima a la que destrozaba el corazón; dos mujeres no cesaron de librarme de aquel monstruo, y dueño de hacer cuanto quisiera se contentó con apagar el fuego de su culpable ardor únicamente con abrazos y con impuros besos que me dejaron sin ultrajes...

En seguida me ayudaron a volver a vestirme y me dejaron en manos de la Berceil, aniquilada, confusa, embargada por una especie de dolor sombrío y amargo que vertía sus lágrimas en el fondo de mi corazón; dirigí a aquella mujer una mirada llena de furia...

-Señorita -me dijo, terriblemente turbada, en la antecámara de aquella funesta mansión-, me doy perfecta cuenta de todo el horror que acabo de perpetrar, pero os ruego que me perdonéis... y por lo menos, antes de dejaros llevar por la idea de provocar un escándalo, reflexionad; si se lo contáis al señor de..., por mucho que le digáis que os han traído a la fuerza, es un género de falta que no os perdonará jamás y habríais roto para siempre con el hombre que más os interesa conservar en el mundo, pues no tenéis otro medio de reparar el honor que os arrebata más que haciendo que se case con vos. Pero podéis estar segura de que nunca lo hará si le contáis lo que acaba de ocurrir.

-¡Miserable! ¿Por qué, pues, me has precipitado a este abismo, por qué me has puesto en una situación en la que tengo que engañar a mi amante o perderle y con él perder mi honor?

-Vayamos despacio, señorita, y no volvamos a hablar de lo que ha pasado, el tiempo vuela; pensemos en lo que hay que hacer. Si habláis, estáis perdida; si no decís una palabra, mi casa seguirá abierta para vos, nadie en absoluto os traicionará jamás y podréis seguir con vuestro amante; pensad si la exigua satisfacción de una venganza, de la que en el fondo me reiría, pues conociendo vuestro secreto ya sabría yo cómo impedir que el señor de... pudiese hacerme ningún daño; pensad, os digo una vez más, si el pequeño placer de esa venganza podrá compensaros de todas las desgracias que os iba a acarrear...

Dándome entonces cuenta de con qué indigna mujer tenía que habérmelas, y consciente de la fuerza de sus razonamientos, por detestables que éstos fuesen:

-Salgamos, señora, salgamos -le dije-; no me hagáis estar aquí por más tiempo, no diré una sola palabra, haced vos lo mismo; me serviré de vos, ya que no podría dejar de hacerlo sin desvelar ciertas infamias que es importante que calle, pero en el fondo de mi corazón tendré al menos la satisfacción de odiaros y de despreciaros tanto como os merecéis.

Volvimos a casa de la Berceil... Cielo santo, ¡qué nuevo vuelco me dio el corazón cuando nos dijeron que el señor de... había venido!, que le habían dicho que la señora había salido para un asunto urgente y que la señorita aún no había llegado, y al mismo tiempo una de las muchachas de la casa me entregó un billete que había escrito a toda prisa para mí. Contenía solamente estas palabras: «No os he encontrado; supongo que no habéis podido venir a la hora acostumbrada. No podré veros esta tarde, me es imposible esperaros. Hasta pasado mañana, sin falta.»

Aquel billete no me tranquilizó lo más mínimo; su frialdad me pareció un mal augurio... No esperarme, tan poca paciencia...; todo me turbaba hasta un extremo que me es imposible describiros. ¿No podía haber observado acaso nuestra salida, habernos seguido? Y si lo había hecho, ¿no era yo mujer perdida? La Berceil, tan inquieta como yo, interrogó a todo el mundo; le dijeron que el señor de... había llegado tres minutos después de haber salido nosotras, que parecía muy excitado, que se había ido en seguida y que había vuelto para escribir aquel billete una media hora después. Cada vez más inquieta, mandé a buscar un coche... pero, ¿podréis creer, señor, hasta qué grado de desfachatez osó llevar su depravación aquella indigna mujer?

-Señorita -me dijo al verme salir-, no digáis nunca una sola palabra de todo esto, os lo vuelvo a aconsejar, pero si por desgracia llegarais a romper con el señor de..., creedme, aprovechad vuestra libertad para pasarlo bien, que eso vale mucho más que un solo amante; sé que sois una muchacha como Dios manda, pero sois joven y seguramente os dan poco dinero, y siendo tan bonita como sois yo podría haceros ganar todo el que quisierais... Vamos, vamos, que no sois la única, y hay muchas muy empingorotadas que un buen día se casan con un conde o con un marqués, como podríais hacer vos, y que, bien por decisión propia o bien por mediación de su gobernanta, han pasado por nuestras manos; como habéis podido comprobar, contamos con personas apropiadas para esa clase de muñecas, las usan como a una rosa, las huelen y no las marchitan; adiós, querida, y no pongáis esa cara tan larga, pues veis que aún puedo seros útil.

Lancé una mirada de furia a aquella infame criatura y salí a toda prisa sin contestarle; recogí a Julia en casa de mi tía, como solía hacer, y regresé a casa.

No tenía ningún medio de avisar al señor de... Como nos veíamos tres veces por semana no teníamos la costumbre de escribirnos, así, pues, tenía que esperar el momento de la cita. ¿Qué iría a decirme...? ¿Qué le podría contestar? Si le ocultaba lo que acababa de ocurrir, ¿no corría un peligro espantoso si llegaba a ser descubierto? ¿No era mucho más sensato confesárselo todo? Todas estas diferentes opciones me tenían en un estado de agitación inexpresable. Al fin me decidí a seguir los consejos de la Berceil y convencida de que aquella mujer era quien más interés tenía en el secreto, resolví imitarla y no decir nada... ¡Oh, cielos!, ¿de qué me valían todas aquellas elucubraciones si ya no iba a ver nunca más a mi amante y el rayo que iba a fulminarme centelleaba ya por todas partes?

Al día siguiente de todo aquello, mi hermano mayor me preguntó por qué me tomaba la libertad de salir sola tantas veces a la semana y a horas semejantes.

-Voy a pasar la tarde a casa de mi tía -le contesté.

-Eso es falso, Emilia; hace un mes que no habéis puesto allí los pies.

-Bueno, querido hermano -respondí temblando-, os lo confesaré todo: una amiga mía, a la que conocéis bien, la señora de Saint-Claire, tiene el gusto de invitarme a su palco del Français tres veces por semana; no me he atrevido a decir nada por si mi padre no lo aprobaba, pero mi tía lo sabe perfectamente.

-¿Con que vais al teatro? -me contestó mi hermano-. Podíais habérmelo dicho, yo os habría acompañado y todo hubiera resultado más fácil... Pero sola, con una dama a la que nada os une y que es tan joven como vos...

-Vamos, vamos, amigo mío -exclamó mi otro hermano, que se había acercado durante la conversación-. La señorita tiene sus distracciones... no hay que estorbárselas... Ella está buscando un marido y sin duda, con semejante comportamiento, le saldrán una infinidad...

Y los dos me volvieron la espalda con sequedad. Aquella conversación me asustó; sin embargo, me parecía que mi hermano mayor se había quedado bastante convencido de la historia del palco, pensé que había conseguido engañarle y que no iría más allá; además, aunque los dos me hubieran dicho mucho más, nada en el mundo habría sido tan poderoso como para obligarme a faltar a la próxima cita; me resultaba demasiado importante llegar a una explicación con mi amante para que nada en el mundo pudiera impedir que fuera a verle.

En cuanto a mi padre, seguía siendo el de siempre; me idolatraba, no sospechaba ninguna de mis faltas y nunca me molestaba con pretexto alguno. ¡Qué cruel resulta engañar a unos padres así y cómo se encarga el remordimiento de sembrar espinas sobre el placer que se obtiene a costa de traiciones de esa clase! Ejemplo funesto, pasión cruelísima, ¡si pudierais dar a conocer mis errores a quienes se encuentran en la misma situación, si las penas que mis placeres criminales me han ocasionado pudieran al menos frenarles al borde del abismo, tras conocer mi lamentable historia!

Al fin llega el día fatal, salgo con Julia y hago como acostumbro: la dejo en casa de mi tía y me acerco en mi coche a toda prisa a la casa de la Berceil. Bajo... al principio me extrañan el silencio y la oscuridad que reinan en la casa... No encuentro ninguna cara conocida; sale sólo una mujer mayor a la que nunca había visto y a la que, para mi desgracia, habría de ver demasiado en lo sucesivo, que me dice que me quede en la habitación en donde estoy, que el señor de... (pronuncia su nombre) en seguida vendrá a reunirse conmigo. Un frío universal se apodera de mis sentidos y me derrumbo sobre un sofá sin fuerzas para pronunciar una sola palabra; apenas he hecho esto cuando mis dos hermanos aparecen ante mí, pistola en mano.

-¡Miserable! -exclama el mayor-. Así es cómo nos engañas; si opones la menor resistencia, si das un solo grito, morirás. Síguenos; vamos a enseñarte a traicionar a un mismo tiempo a la familia que deshonras y al amante al que te entregabas.

Tras estas últimas palabras el conocimiento me abandonó por completo y cuando recobré el sentido me hallé en el interior de un carruaje que me parecía que iba a toda velocidad, entre mis dos hermanos y la vieja que acabo de mencionar, con las piernas atadas y las dos manos sujetas con un pañuelo. Las lágrimas, hasta entonces contenidas por el exceso de dolor, abriéronse paso en abundancia y durante una hora estuve sumida en un estado que, por culpable que pudiera ser, hubiese conmovido a cualquiera que no fuese uno de los dos verdugos en cuyo poder me encontraba. Durante el viaje no me dirigieron la palabra; yo imité su silencio y me abismé en mi dolor; por fin, al día siguiente, a las once de la mañana, entre Coucy y Noyon, llegamos a un castillo situado al fondo de un bosque que pertenecía a mi hermano mayor; el coche entró en el patio, me ordenaron que me quedara en él hasta que los caballos y los sirvientes estuvieran lejos; entonces mi hermano mayor vino a buscarme. «¡Seguidme!», me ordenó brutalmente, después de desatarme... Le obedecí temblando... ¡Dios mío!, ¡cuál no sería mi terror al ver el espantoso lugar que iba a servirme de encierro! Era una habitación baja, sombría, húmeda y oscura, cerrada con barrotes por todas partes y donde la luz no penetraba más que por una ventana que daba a un espacioso foso lleno de agua.

-Esta es vuestra habitación, señorita -me dijeron mis hermanos-. Una hija que deshonra a su familia no puede estar bien más que aquí... Vuestra alimentación será proporcionada al resto del tratamiento, esto es lo que se os dará -prosiguieron, mostrándome un pedazo de pan parecido al que se da a los animales-, y como no deseamos haceros sufrir por mucho tiempo y, por otra parte, queremos privaros de cualquier medio de salir de aquí, estas dos mujeres -continuaron, señalándome a la vieja y a otra por el estilo que habíamos encontrado en el castillo-, estas dos mujeres serán las encargadas de haceros una sangría en ambos brazos tantas veces por semana como íbais a ver al señor de... a casa de la Berceil; ese régimen, al menos así lo esperamos, os llevará a la tumba sin que os deis cuenta, y no nos quedaremos verdaderamente tranquilos hasta que sepamos que nuestra familia se ha desembarazado de un monstruo como vos.

Tras estas palabras ordenan a las mujeres que me sujeten y, delante de ellos, los miserables, señor, perdonadme esta expresión, delante de ellos..., los desalmados hicieron que me sangraran de los dos brazos y no abandonaron este cruel tratamiento hasta que me vieron sin conocimiento... Cuando volví en mí vi cómo se felicitaban por su barbarie, y como si desearan que todos los golpes cayesen sobre mí a un mismo tiempo, como si estuvieran encantados de destrozar mi corazón a la vez que derramaban mi sangre, el mayor sacó de su bolsillo una carta y me la tendió:

-Leed, señorita -me dijo-; leed y sabréis a quién debéis atribuir vuestros males...

La abro, temblando; mis ojos apenas tienen fuerza para reconocer esos funestos caracteres: ¡oh, santo Dios...!; era mi propio amante, había sido él quien me había traicionado. Esto era lo que decía aquella carta atroz, cuyas palabras aún siguen grabadas en mi corazón con trazos de sangre.

«Cometí la locura de amar a vuestra hermana, señor, y la imprudencia de deshonrarla, pero iba a repararlo todo; devorado por mis remordimientos, iba a arrojarme a los pies de vuestro padre, declararme culpable y pedirle a su hija. Estaba seguro del consentimiento del mío y estaba decidido a ser de los vuestros, pero en el momento que adoptaba esa resolución... mis ojos, mis propios ojos me convencen de que no tengo relaciones más que con una ramera, que a la sombra de unas citas concertadas por honestos y puros sentimientos se atrevía a ir a saciar los infames deseos del más crapuloso de los mortales. No esperéis de mí, por tanto, reparación alguna, señor; ya no os la debo, ya no os debo más que mi abandono y a ella, el odio más implacable y el más decidido desprecio. Os envío la dirección de la casa a donde vuestra hija va a corromperse, señor, para que podáis comprobar si os engaño.»

Al acabar de leer estas funestas líneas volví a caer en el más lamentable estado... No, me repetía a mí misma, arrancándome los cabellos; no, falaz, tú nunca me has amado; si el más tenue sentimiento hubiera encendido tu corazón, ¿me habrías condenado sin escucharme, me habrías creído culpable de crimen semejante cuando era a ti a quien adoraba...? ¡Pérfido!, y es tu mano la que me entrega, la que me arroja a los brazos de los verdugos que van a ir haciéndome morir poco a poco, día tras día..., y morir sin que tú me justifiques... morir despreciada por todo lo que adoro, cuando jamás te ofendí voluntariamente, cuando no fui nunca más que la víctima y la engañada. ¡Oh, no!, esta situación es demasiado cruel; soportarla es algo que está mas allá de mis fuerzas. Y arrojándome, bañada en lágrimas, a los pies de mis hermanos, les supliqué que me escucharan o que hicieran verter mi sangre, gota a gota, y que muriera en aquel mismo instante.

Accedieron a escucharme, les conté mi historia, pero deseaban mi perdición y no me creyeron; sólo sirvió para que me trataran aún peor. Después de abrumarme con insultos, tras recomendar a las mujeres que ejecutaran al punto sus órdenes o les iba en ello la vida, se marcharon, diciéndome fríamente que esperaban no volver a verme jamás.

Cuando se fueron, mis dos guardianas me dejaron algo de pan, agua y cerraron, pero así estaba al menos sola, podía entregarme al exceso de mi dolor y me sentía menos desdichada. Los primeros impulsos de mi desesperación me llevaron a quitarme las vendas de los brazos y a morir, perdiendo sangre hasta el último momento. Pero la espantosa idea de morir sin poder justificarme ante mi amante me atormentaba con tal violencia que no pude decidirme por aquella solución; un poco de calma hace renacer la esperanza...; la esperanza, ese sentimiento consolador que surge siempre en medio de los sufrimientos, don divino que la naturaleza nos ofrece para compensarlos o atemperarlos... No, me dije a mí misma, no moriré sin volver a verle; ese había de ser mi único afán, mi única preocupación; si sigue creyéndome culpable, entonces habrá llegado el momento de morir y, al menos, moriré sin lamentarlo, pues es imposible que la vida pueda tener ya ningún atractivo para mí si he perdido su amor.

Resuelta a ello, decidí no desperdiciar ninguna de las ocasiones que pudieran liberarme de aquella odiosa mansión. Hacía ya cuatro días que este pensamiento me servía de consuelo, cuando mis dos carceleras aparecieron otra vez para renovar mis provisiones y hacer que perdiera de paso las escasas fuerzas que me proporcionaban; me extrajeron sangre de ambos brazos y me abandonaron, inerte, sobre el lecho; al octavo día aparecieron de nuevo y como me arrojé a sus pies y apelé a su compasión, me sangraron de un solo brazo. Dos meses transcurrieron de esta forma y durante ese tiempo siguieron extrayéndome sangre de uno de los dos brazos, alternativamente, cada cuatro días. La fuerza de mi temperamento me sostuvo; mi edad, el ardiente deseo que me embargaba de escapar de aquella espantosa situación, la cantidad de pan que ingería para contrarrestar mi agotamiento y ser capaz de llevar a cabo mis propósitos, todo esto me ayudó y a comienzos del tercer mes, cuando, presa de alegría, después de taladrar un muro, pude deslizarme por la abertura que había practicado a una habitación contigua que estaba abierta y escapar al fin del castillo, trataba de ganar a pie, como podía, la carretera de París, mis fuerzas me abandonaron entonces por completo en el lugar en que me encontrasteis y recibí de vos la generosa ayuda que mi sincero reconocimiento os agradece tanto como le es posible y que me atrevo a rogaros que no cese hasta verme de nuevo en los brazos de mi padre, a quien, sin duda, han engañado y que no sería nunca tan bárbaro como para condenarme sin dejarme antes que le pruebe mi inocencia. Reconoceré que he sido débil, pero en seguida se dará cuenta de que no soy tan culpable como las apariencias parecen atestiguar, y con vuestra ayuda, señor, no solamente habréis devuelto a la vida a una criatura desdichada, que nunca dejará de estaros agradecida, sino que habréis devuelto también la honra a toda una familia que creía que le había sido arrebatada injustamente.

-Señorita -dice el conde de Luxeuil, tras haber prestado toda la atención posible al relato de Emilia-, resulta difícil no veros y oíros sin sentir por vos el mas vivo interés; no sois, evidentemente, tan culpable como pudiera creerse, pero toda vuestra conducta revela una cierta imprudencia que no podéis ignorar.

-¡Oh, señor!

Escuchadme, señorita, os lo suplico, oíd al hombre que más deseos tiene de ayudaros. La conducta de vuestro amante resulta espantosa; no sólo es injusta, pues debió informarse mejor y veros, sino que, además, es cruel; si uno se siente tan receloso como para no desear volver al punto de partida, en ese caso se abandona a la mujer, pero no se la delata a su familia, no se la deshonra, no se la entrega, sin dignidad alguna, a quienes han de ser su perdición, no se les espolea a la venganza... Así, pues, culpo de todo, sin excepción, a la conducta de aquel a quien amáis... Pero la de vuestros hermanos resulta aún más incalificable; se mire por donde se mire es atroz, sólo unos auténticos verdugos pueden comportarse de esa forma. Faltas de esa clase no son acreedoras de castigos semejantes; las cadenas nunca sirvieron para nada; en tales casos se guarda silencio, no se priva a los inculpados de su sangre y de su dignidad; esos procedimientos odiosos son mucho más deshonrosos para quienes los ponen en práctica que para sus víctimas; se hacen acreedores a su rencor, provocan un escándalo y nada se ha reparado. Por preciosa que pueda resultarnos la virtud de una hermana, su vida ha de tener a nuestros ojos un valor mucho mayor. La honra se puede restituir, pero no la sangre derramada; así, pues, esa conducta es tan espantosa que si se elevara una queja al gobierno sin duda sería castigada, pero con eso no haríais más que poneros a la altura de vuestros perseguidores y hacer público lo que debe permanecer oculto; no es eso lo que tenemos que hacer. Para ayudaros voy a actuar, señorita, de una forma totalmente distinta, pero os advierto que sólo puedo hacerlo con las siguientes condiciones: primero, tenéis que darme por escrito la dirección de vuestro padre, de vuestra tía, la de la Berceil y la del hombre al que os llevó la Berceil, y segundo, señorita, tenéis que revelarme, sin más requerimientos, el nombre de la persona a la que amáis. Esto último es tan imprescindible que no os voy a ocultar que me sería completamente imposible prestaros mi ayuda, sea en lo que sea, si insistís en ocultarme el nombre que os pido.

Emilia, confusa, comienza por cumplir con el mayor detalle la primera condición, y cuando ya ha dado todas las direcciones al conde:

-Entonces, señor -dijo ruborizándose-, me exigís que os dé el nombre de mi seductor.

-Así es, señorita; sin eso nada puedo hacer.

-Bien, señor... es el marqués de Luxeuil...

-¡El marqués de Luxeuil! -exclamó el conde, no pudiendo ocultar la emoción que le causaba oír el nombre de su hijo-. Ha sido capaz de algo semejante... Él... -y recuperándose de su sorpresa-: Lo reparará, señorita... Él lo reparará y vos seréis vengada... Os lo prometo. Adiós.

La asombrosa turbación que la última revelación de Emilia acababa de causar al conde de Luxeuil extrañó notablemente a la infortunada, que temió haber cometido alguna indiscreción; no obstante, las palabras pronunciadas por el conde al salir la tranquilizaron, y sin entender nada de la relación de todos estos hechos, relación que le resultaba imposible discernir, ignorando dónde se encontraba, decidió esperar pacientemente el resultado de las gestiones de su benefactor y las atenciones que, mientras tanto, no cesaron de prodigarle, consiguieron calmarla y convencerla de que su dicha era el único objeto de tanto afán.

Y pudo sentirse plenamente convencida al ver entrar en su habitación al conde, cuatro días después de las explicaciones que le había dado, llevando cogido de la mano al marqués de Luxeuil.

-Señorita -le dijo el conde-, os traigo a un mismo tiempo al autor de vuestros infortunios y a quien va a repararlos, rogándoos de rodillas que no le neguéis vuestra mano.

Tras estas palabras, el marqués se arroja a los pies de su amada, pero la sorpresa había sido excesiva para Emilia; aún no demasiado fuerte para soportarla, se había desmayado en los brazos de la doncella que la atendía; a fuerza de cuidados, pronto volvió, no obstante, en sí, y al verse en los brazos de su amante:

-¡Hombre cruel! -le dice, derramando un torrente de lágrimas-. ¡Qué sufrimientos habéis infligido a aquella que os amaba! ¿Podíais creerla culpable de la infamia que llegasteis a sospechar? Al amaros, Emilia podía ser víctima de su debilidad y de los engaños de los demás, pero jamás podía seros infiel.

-¡Oh, te adoro! -exclamó el marqués-. Perdona un arrebato de espantosos celos basado en engañosas apariencias; ahora todos estamos completamente convencidos, pero todas aquellas apariencias funestas, ¿acaso no estaban contra ti?

-Teníais que quererme, Luxeuil, y así no me habríais creído capaz de engañaros; teníais que quererme, teníais que haber prestado menos oídos a vuestra desesperación que a los sentimientos que yo creía, dichosa, inspiraros. Que este ejemplo enseñe a mi sexo que es casi siempre por un amor excesivo..., casi siempre por ceder demasiado pronto, por lo que perdemos el afecto de nuestros amantes... ¡Oh, Luxeuil!, tal vez me habríais amado más si yo no os hubiera amado tanto desde el primer momento. Me castigasteis por mi debilidad, y aquello que debía reforzar vuestro amor es lo que os hizo desconfiar del mío.

-¡Que todo sea olvidado por ambas partes! -interrumpió el conde-. Luxeuil, vuestra conducta es incalificable, y si no os hubierais ofrecido a repararla al instante, si no hubiera comprobado esa decisión en vuestro corazón, no os habría vuelto a ver en toda mi vida. «Cuando se ama de verdad -decían nuestros antiguos trovadores-, se oiga lo que se oiga, se vea lo que se vea en contra de la amada, no se debe dar crédito ni a los oídos ni a los ojos; hay que escuchar únicamente al corazón.» Señorita, espero con impaciencia vuestro restablecimiento -prosiguió el conde, dirigiéndose a Emilia-. Quiero llevaros de nuevo a casa de vuestros padres, pero en calidad de esposa de mi hijo, y confío en que no rehusarán unirse a mí para reparar vuestros infortunios; si no lo hacen, yo os ofrezco mi casa, señorita; vuestro matrimonio se celebraría entonces aquí y hasta mi postrer suspiro no dejaría de ver en vos a una querida nuera, de quien siempre me sentiría honrado, se apruebe o no se apruebe vuestro himeneo.

Luxeuil se arrojó a los brazos de su padre; la señorita de Tourville se deshacía en lágrimas, apretando entre las suyas las manos de su benefactor, y la dejaron sola unas horas para que pudiera recobrarse de una escena cuya excesiva duración hubiera perjudicado un restablecimiento que todos deseaban con tanto ardor

Por fin, quince días después de su regresó a París, la señorita de Tourville se encontró en condiciones de levantarse y de montar en coche. El conde hizo que se pusiera un vestido blanco, análogo a la inocencia de su corazón, y nada se regateó para realzar el brillo de sus encantos, que un resto de palidez y de debilidad hacía aún más cautivadores. El conde, ella y Luxeuil marcharon a casa del presidente de Tourville, que no había sido advertido de nada y cuya sorpresa al ver entrar a su hija fue enorme. Estaba en compañía de sus dos hijos, cuyos semblantes se desencajaron de furia y de rabia ante esta inesperada aparición. Sabían que su hermana se había evadido, pero la creían muerta en algún rincón del bosque y, como puede verse, se consolaban con la mayor facilidad del mundo.

-Señor -dice el conde, presentando a Emilia a su padre-, a vuestros pies traigo a la inocencia en persona -y Emilia se arrojó al suelo-. Imploro su perdón, señor -prosiguió el conde-, y no sería yo quien os lo pidiese si no lo mereciera de verdad; por lo demás, señor -continuó con rapidez-, la mejor prueba que puedo daros de la profunda estima que profeso a vuestra hija es pedírosla para mi hijo. Nuestros rasgos están hechos para aliarse, señor, y si hubiera alguna desproporción por mi parte, vendería cuanto tengo para dotar a mi hijo con una fortuna digna de ser ofrecida a vuestra hija. Decidíos, señor, y permitid que no me despida de vos hasta haber recibido vuestra palabra.

El anciano presidente de Tourville, que siempre había adorado a su hija, en el fondo era la bondad personificada y que precisamente, por las excelencias de su carácter ya no ejercía su cargo desde hacía más de veinte años, el anciano presidente, repito, bañando con lágrimas el seno de su querida hija, contestó al conde que se consideraba honrado en demasía por semejante elección, que todo lo que le afligía era que su querida Emilia no era digna de ella; y el marqués de Luxeuil, arrojándose a los pies del presidente, le suplicó que perdonara sus errores y que le permitiera repararlos. Todo fue prometido, todo se arregló y todo quedó acordado por ambas partes; sólo los hermanos de nuestra atractiva heroína se negaron a compartir la alegría general, y la rechazaron cuando se acercó a ellos para abrazarlos; el conde, enfurecido ante semejante actitud, intentó detener a uno de ellos que trataba de salir de la sala. El señor de Tourville gritó al conde:

-Dejadles, señor, dejadles; me han engañado de una forma atroz; si mi querida hija hubiera sido tan culpable como ellos me aseguraron, ¿acaso consentiríais vos en darla a vuestro hijo? Ellos han turbado la felicidad de mis días al privarme de Emilia... Dejadles.

Y los miserables se fueron, presa del furor. Entonces el conde reveló al señor de Tourville todos los horrores de sus hijos y las verdaderas faltas de su hija; el presidente, viendo la falta de proporción que había entre aquellas y la indignidad del castigo, juró no volver a ver a sus hijos; el conde le calmó y le hizo prometer que borraría de su recuerdo semejante conducta. Ocho días después se celebró la boda, sin que los hermanos hicieran acto de presencia, pero se prescindió de ellos y no se les echó en falta; el señor de Tourville se conformó con recomendarles el mayor silencio, bajo pena de encerrarles, y se callaron, pero no lo bastante, sin embargo, como para no acusarse a sí mismos por su infame proceder al condenar la indulgencia de su padre, y quienes tuvieron noticia de esta desdichada aventura exclamaron, horrorizados por los atroces detalles que la caracterizan:

-Oh, justo cielo, ¡estas son las infamias que tácitamente se permiten quienes se dedican a castigar las faltas de los demás! Hay mucha razón al decir que esta clase de infamias son patrimonio de esos frenéticos e ineptos secuaces de la ciega Thermis, que, criados en un estúpido rigorismo, insensibles desde su infancia a los gritos del infortunio, manchados de sangre desde la cuna, censurándolo todo y a todo entregándose, creen que la única manera de encubrir sus secretas bajezas y sus públicas prevaricaciones es la de hacer alarde de un talante de rigidez, que, haciéndoles iguales a ocas por fuera y a tigres por dentro, no tiene otro objeto, enlodándoles con sus crímenes, que infundir respeto a los necios y hacer que el hombre sensato deteste sus odiosos principios, sus sanguinarias leyes y a esos despreciables individuos.

"Sabios Consejos para el Viajero Norteamericano"

William Saroyan



(extracto del libro: "Mi nombre es Aram")



Un año, mi tío Melik viajó de Fresno a Nueva York. Antes de subir al tren su tío Garo le hizo una visita y le previno de los peligros de viajar.

- Cuando subas al tren- le dijo el anciano-, escoge con cuidado tu asiento, siéntate, y no mires alrededor.

- Sí, tío- dijo mi tío.

- Momentos después de que el tren se haya puesto en marcha- dijo el anciano-, dos tipos con uniforme se acercarán por el pasillo y te pedirán el billete. No les hagas caso. Serán impostores.

- ¿Y cómo lo sabré?- preguntó mi tío.

- Lo sabrás- dijo el anciano-. Ya no eres un niño.

- Sí, tío- dijo mi tío.

- Cuando aún no hayas recorrido ni treinta kilómetros, un joven amable se acercará a ti y te ofrecerá un cigarrillo. Dile que no fumas. El cigarrillo llevará droga.

- Sí, tío- dijo mi tío.

- Cuando te dirijas al vagón restaurante una joven muy bonita se tropezará contigo intencionadamente y casi te abrazará- dijo el anciano-. Se deshará en disculpas y te parecerá muy atractiva, y tu impulso natural será cultivar su amistad. Vence tu impulso natural y entra y come. La mujer será una aventurera.

- ¿Una qué?- dijo mi tío.

- ¡Una puta!- gritó el anciano-.

Entra en el vagón restaurante y come. Pide los mejores platos, y si el vagón está lleno, y la joven bonita se sienta frente a ti en la misma mesa, no la mires a los ojos. Si habla, tú hazte el sordo.

- Sí tío- dijo mi tío.

- Hazte el sordo- dijo el anciano-. Es la única manera de librarte.

- ¿De librarme de qué?- preguntó mi tío.

- De un lío tremendo- dijo el anciano-. Yo he viajado y sé de qué hablo.

-Sí, tío -dijo mi tío.

-Dejemos ya el tema -dijo el anciano.

-Sí, tío -dijo mi tío.

-No volvamos a sacar el tema -dijo el anciano-. Ya está todo dicho. Tengo siete hijos. He tenido una vida plena y honrada. No le demos mayor importancia. Tengo tierras, vides, árboles, ganado y dinero. Todo no se puede tener..., salvo durante un día o dos.

-Sí, tío -dijo mi tío.

-Cuando salgas del vagón restaurante para volver a tu asiento- dijo el anciano-, pasarás por el vagón de fumadores. Allí habrá una partida de cartas empezada. Los jugadores serán tres tipos maduros con los dedos llenos de anillos caros. Al verte te saludarán con simpatía y uno de ellos te invitará a entrar en la partida. Tú sólo diles: «No hablar inglés.»

-Sí, tío -dijo mi tío.

-Eso es todo -dijo el anciano.

-Muchas gracias -dijo mi tío.

-Sólo una cosa más -dijo el anciano-. Cuando te acuestes por la noche, saca tu dinero del bolsillo y mételo en uno de tus zapatos. Esconde el zapato debajo de la almohada, mantén la cabeza sobre la almohada toda la noche, y no duermas.

- Sí tío- dijo mi tío.- Eso es todo- dijo el anciano.

El anciano se marchó y al día siguiente mi tío Melik subió al tren para cruzar los Estados Unidos hasta Nueva York. Los dos tipos con uniforme no eran impostores, el joven del cigarrillo con droga no apareció, la joven bonita no se sentó frente a mi tío en la misma mesa del vagón restaurante, y en el vagón de fumadores no había ninguna partida de cartas empezada. Mi tío metió su dinero en un zapato, escondió el zapato debajo de su almohada, apoyó la cabeza en la almohada y no pegó ojo en toda la noche la primera noche, pero la segunda noche abandonó el ritual.

El segundo día fue él quien le ofreció un cigarrillo a otro joven, y éste se lo aceptó. En el vagón restaurante mi tío se desvió de su camino par ir a sentarse a la mesa de una joven dama. Inició una partida de póquer en el vagón de fumadores, y mucho antes de que el tren llegara a Nueva York mi tío conocía ya a todos los que viajaban en él y todos le conocían a él. En una ocasión, mientras el tren pasaba por Ohio, mi tío y el joven que le había aceptado del cigarrillo y las dos chicas que iban a Vassar formaron un cuarteto y cantaron «The Wabash Blues».

Fue un viaje muy agradable.Cuando mi tío Melik regresó de Nueva York, su anciano tío Garo fue a verlo de nuevo.

- Veo que tienes buen aspecto- le dijo-.

¿Seguiste mis instrucciones?

- Sí, tío- dijo mi tío.

El anciano se quedó con la mirada perdida en la lejanía.

- Me alegro de que alguien haya podido sacar provecho de mi experiencia- dijo.

Boomerang

Ara Baliozian
http://baliozian.blogspot.com

Are you easily offended by double-negatives. I am not.
Greeks have been using double-negatives for millennia with no discernible ill effects. For example: instead of saying "I have nothing," ("Exo tipota"), they say "I don't have nothing" ("Then exo tipota").
Speaking for myself: I prefer the Greek way. It may not make sense, but then in life, what does?

Duran Duran - Come Undone



Come undone
Mine, immaculate dream made breath and skin
I've been waiting for you
Signed with a home tattoo
Happy birthday to you was created for ya
Can't ever keep from falling apart at the seams
Can't I belive you're taking my heart too pieces
Oh, it'll take a little time
Might take a little crime
To come undone now
We'll try to stay blind
To the hope and fear outside
Hey child stay wilder than the wind
And blow me in to cry

Who do you need who do you love
When you come undone
Who do you need who do you love
When you come undone

Words playing me deja-vu like a radio tune
I swear I've heard before
Chills is it something real or the magic
I'm feeding off your fingers
Can't ever keep from falling apart at the seams
Can't I believe you're taking my heart to pieces
Lost in a snow filled sky
We'll make it alright to come undone now
We'll try to stay blind
To the hope and fear outside
Hey child stay wilder than the wind
And blow me in to cry

Who do you need who do you love
When you come undone
Who do you need who do you love
When you come undone
Who do you need who do you love
When you come undone

(Can't ever keep from falling apart)
Who do you need who do you love
When you come undone
When you come undone
(can't ever keep from falling apart)
Who do you need who do you love
(can't ever keep from falling apart)
Who do you need who do you love
When you come undone
(can't ever keep from falling apart)


autor: Duran Duran

jueves, 18 de noviembre de 2010

Sarkís Sumbulián

Siempre tuve tendencia a fijarme en las personas que hacían cosas como dibujar o pintar, porque me parecía que utilizaban un lenguaje que no estaba seguro que no fuera mejor que el lenguaje de las palabras.
Si alguien sabía tocar un instrumento musical, me quedaba absolutamente asombrado y rebosante de admiración, aunque el instrumento fuera una armónica de diez centavos y la pieza el Yankee-Doodle.
Lo que pasó es que acabé sintiéndome favorablemente dispuesto a intentar pintar con lápices y pinturas, o a hacer música con cualquier tipo de instrumento que pudiera comprar por una moneda de diez centavos, porque estaba clarísimo que no tenía un dólar para tirar en una armónica Hohner auténtica, por ejemplo, en lugar de una imitación de diez centavos, hecha en alguna fábrica descontrolada donde se hacían imitaciones de cualquier cosa para una venta rápida, un uso rápido y un deterioro rápido.
Los dibujos que hacía con lápices eran agradables de contemplar, sobre todo al día siguiente, cuando ya había olvidado lo que intentaba plasmar.
Las pinturas también eran aceptables cuando me limitaba a hacer animales, casas, caminos y humo, y no intentaba plasmar ideas. Era bastante bueno haciendo pinturas de colores y masas, que es lo que a los niños les gusta hacer, pero una implícita admiración de los adultos por la literalidad les impide hacer.
Todo el mundo sabe que hay todo tipo de artistas aficionados en todas las comunidades del mundo. Son personas que hacen cosas que normalmente no se pueden vender, para las que no existe una medida real con la que valorarlas, y para las que no existe demanda.
En Fresno había un gran artista de esta clase, un joven moreno llamado Sarkís Sumboulián, que utilizaba pluma y tinta oara hacer pinturas de grandes castillos épicos en lo alto de grandes montañas y entre grandes nubes amenazadoras. Y ponía títulos bastante buenos a sus cuadros: Träumerie, por ejemplo. Y claro, alguien preguntaba: «¿Qué quiere decir eso?» Y él constaba: «Träumerie en alemán significa sueño»
Sarkís Sumboulián había dibujado otro de sus sueños. Se lo había inspirado la música de Schubert, pero él mismo en su cabaña de la calle M en el barrio armenio, sentado a la mesa después de comer mientras el resto de la familia leía periódicos o hablaba, lentamente empezó uno de sus dibujos a pluma y tinta, y trabajó sin descanso durante dos o tres horas, hasta que lo terminó. En un lugar adecuado, en el rincón más bajo de la intensa pintura, escribió con finas letras: Träumerie de Sarkís Sumboulián, Fresno, diciembre de 1918.
En aquella època tendría unos veinte años y ya no iba a la escuela. Había un diploma del instituto en la pared de la sala de la casita, y él contribuía a los gastos familiares buscando trabajo en el almacén de embalaje de fruta, en algunos grandes almacenes, o en un despacho, haciendo cosas que cualquiera puede hacer.
Pero era un artista. No era un don nadie.
Terminaba un nuevo dibujo cada semana.
El papel costaba un penique la hoja y venía en blocs de cincuenta, pegados por la parte de arriba: cuando se terminaba un dibujo, se arrancaba la hoja del bloc.
Normalmente, llevaba la pintura directamente a Mihrán, el hermano pequeño de mi padre, y la contemplaban juntos durante un largo rato. Pinturas de órgano, las llamaba yo. De lo más hondo de todas ellas rezumaba el rugido de un lastimoso quejido.
Sarkís Sumboulián sufrió una crisis nerviosa, pero dijeron que se había vuelto loco. A los veinticuatro años, se marchó de la ciudad.
Un día, Mihrán me dijo:
–Está en Londres, Sarkís Sumboulián está en Londres, está pintando cuadros en Londres, me escribió esta carta en armenio.
Y eso fue todo. Nunca supe qué hizo finalmente Sarkís Sumboulián en Londres, o en cualquier parte. Quizá sólo murió.

Cartas desde la Rue Taitbout
William Saroyan
1978

Malas Palabras

Juan Nuño

La escuela de la sospecha.
Nuevos ensayos polémicos,
Caracas, Monte Ávila, 1990

No es que sean más que las buenas, sino que se usan más. De ahí que sean malas. Por su abuso. Corren como la falsa moneda, en este caso, de boca en boca. Abundan, se repiten, se hacen universales y amplias, y sólo consiguen que nadie sepa qué quieren decir. Lo que no impide, antes bien estimula, que se las siga empleando generosamente.
«Amor», por ejemplo, para no comenzar levantando ampollas. Merecería ser la reina de las malas palabras, pues se usa para todo, y, lo peor, para todos. Hasta convertirse en una obligación. Porque si menester es amar a alguien, sobre todo a nuestro prójimo, por precepto, de amor sólo queda el nombre. También los esposos se deben mutuo amor, que es la manera más segura y rápida de comenzar a no soportarse y llegar probablemente a odiarse. ¿Para qué no habrá servido el amor? Hace girar el mundo y, de creer a Dante, move il sole e l'altre stelle, nada menos. Es más fuerte que la muerte, exige juramentos y sobrevive al sarampión. De tan universal, los poetas lo han exaltado hasta rebajarlo.
Common as light is love, cantaba Shelley, que de ser verdad, todo estaría inundado de amor y el mundo se pondría insoportablemente meloso. Palabra que penetra en todos los discursos; voz con la que se limpian la garganta todos los humanos. Fetiche favorito de las religiones, de los políticos y de todo tipo de predicador. Sirve igual para un roto que para un descosido. Lo mismo se aplica al comercio que a la sublime inspiración, por lo que conviven el amor con tarifa y el otro, invalorable. Amor pasajero y amor eterno. Amor loco y amor prudente y sabio. Verdaderamente, ¿qué harían los hombres sin amor, es decir, sin la palabra amor?
No es menos mala «libertad». La han proferido todos; la han disfrutado muy pocos. En su nombre, como suspirara Madame Roland, camino del patíbulo, no han dejado de cometerse crímenes. Y lo que te rondaré. La libertad es algo que se promete, se busca, se anhela. Suena a viaje, a otro mundo, a huida. Quizá es peor que amor, pues puede fingir con mayor facilidad: cada quien sueña a su modo con ella. Su definición es tan imposible y tan innecesaria como la del amor. Si éste excita,aquélla adormece. Sirve de anestesia mientras el hombre se entrega cada vez más a su destino de animal enfermo y represivo. Si con el amor trafican los vendedores de religiones, con la libertad medran los mercachifles de ilusiones sociales. Por algo Claudel, viejo católico, experto en amor y libertad, llegó a exclamar:Délivrez-moi de la liberté !Imposible: de las malas palabras, de las grandes palabras, nadie puede librarnos. Son nuestra moneda cotidiana, nuestras señas de identidad para salir cada mañana a la calle.
Quien lo vio con toda claridad fue Orwell: «Amor es odio», «Libertad es esclavitud». Voces intercambiables. Proposiciones contradictorias. Extremos que se tocan. Igualdad de los opuestos. A todo eso también se le da otra mala, malísima palabra: «dialéctica». Nadie se libra de esta última plaga, pues al menos de cien años acá, todo es dialéctico. Hasta el subdesarrollo, una pobre palabra que, como la democracia, ni siquiera llega a la categoría de mala. Vivimos rodeados de esas y otras malas palabras. No tienen ni valor ni significado; parlotean, no comunican; gritan, nada dicen. Aptas para consignas, pobres en el discurso racional; piden más que entregan. Exigen sin dar respuesta a nada. Palabras que, como notara Valéry, han desempeñado todos los oficios. Hasta el más antiguo del mundo, como el amor; aun el más corrompido, como la libertad y el menos racional, como la dialéctica.

Forma sobre Fondo

Juan Nuño
La escuela de la sospecha.
Nuevos ensayos polémicos,
Caracas, Monte Ávila, 1990

Aseguraba Proust que se podía enamorar de alguien por la forma como tomara la taza del té. Los incapaces de percibir matices dirán que son cosas de afeminados: los hombre de verdad se enamoran de algo concreto: unas caderas o una dote. Seres sustantivos frente a seres modales. Vieja oposición entre el qué y el cómo. El griego tuvo razón al afirmar que el universo procede del agua; se limitó a decir el qué. Lo que vale es explicar cómo se forman las cosas a partir del agua. En principio, todos los humanos coinciden en creer que una sociedad justa es la que no contiene ni oprimidos ni opresores. Pero ¿cómo lograrlo? Hay amantes que se dan por satisfechos con querer y expresarlo ritualmente: la gracia está en la forma de hacerlo. Querer es muy fácil: basta con declararlo. Lo que cuenta, lo que queda, es el modo de querer. Lo sustantivo es siempre factual, inerte, muerto; lo modal pertenece al reino de lo imaginario, lo vivo, lo creado. Y desde Gracián, un credo: «nunca lo verdadero pudo alcanzar a lo imaginado».Todo arte es modal: hasta la más rastrera fotografía es una forma de cambiar lo dado.
¿Qué importa que la famosa y reclinada odalisca tenga una vértebra de más o que la celebérrima sonrisa sea enigmática, dispépsica, o inexistente? No se mira el qué,se atiende al cómo. Quizá por eso aún la medicina sigue siendo, en el fondo, más arte que ciencia: no es tan sólo que haya enfermos en lugar de enfermedades, sino que por sobre todo hay médicos en vez de tratamientos. Todo depende del modo, que si estuviera reducido al qué sobrarían los galenos: bastarían máquinas y manuales. Hay una vecindad nada extraña entre médicos y cocineros: cualquiera puede quemar un trozo de carne; cualquiera puede hacer que cura. El arte está en cómo hacerlo: el buen médico es el mejor chef del cuerpo humano: un artista al servicio de la salud, como el otro le está al de la gourmandise.
Por lo mismo, la filosofía es la antítesis del arte: disciplina eminentemente sustantiva. Tanto, que le dio por buscar la esencia de las cosas y, en definitiva, el ser de todo. A Sócrates le irritaba que le hablaran de la virtud del militar o la del zapatero o incluso, en abstracto, la del hombre: lo que andaba buscando era la esencia de la virtud. Siempre la manía reductora del qué, la pérdida de cualidades, los modos, las maneras, la forma de presentarse, no simplemente ser. Contra el refrán, el hábito hace al monje. Y en ocasiones, lo deshace. Se han necesitado muchos siglos para que a ciertos filósofos, obsesionados con el lenguaje, les interese el modo, lo que llaman, con ta habitual pedantería del oficio, «fuerza ilocucionaria» de toda expresión. Pruébese a decir «usted cree» en distintos tonos: afirmativo, interrogativo, dubitativo, para ver cómo se obtienen diferentes resultados: siempre el modo otorga significado al verbo. Por eso triunfan los retóricos, los políticos, especialmente hábiles en el estilo o forma de decir las cosas. Por eso las mujeres ceden ante Don Juan, más por su labia que por su figura. Por eso ningún niño cree a sus padres cuando prometen algo para un mañana inexistente, modo de salir del paso. Por eso Lenin se equivocó de medio a medio: en lugar de «¿qué hacer?» tenía que haberse planteado «cómo hacerlo». Por eso, por ahora, el capitalismo gana la partida: engaña mejor, envuelve sus productos en un empaque atractivo, seductor, modal. Forma sobre fondo.