martes, 16 de noviembre de 2010

Barón Gapriel

William Saroyan

En la Novena Avenida de San Francisco, entre las calles Irving y Judah hubo un constructor de armarios que vivía sobre su taller. Lo llamaban, a la antigua usanza del país, Barón Gapriel, o señor Gapriel. Su apellido era Jivarián, y también era de Bitlis. Escribía poemas.
Le pregunté cómo había sido que había empezado a escribir poemas, un constructor de armarios como él, y muy bueno, por cierto.
–Bueno, verás, William, cuando estoy sentado en el banco, haciendo mi trabajo, mi cabeza no está muy ocupada, es todo cuestión manual y de vista, de modo que mi cabeza me habla, me dice cosas, y en seguida me pongo a escucharla. Oigo que mi cabeza me dice una palabra, dos palabras, una línea, otra línea, y por la noche, después del trabajo escribo lo que me ha dicho mi cabeza. Así es como ocurrió.
Era un hombre de estatura mediana, fornido, con un algo que recordaba al tronco de un gran árbol. Tenía las espaldas anchas, las manos grandes, los dedos bien formados y muy fuertes. Sus ojos contenían una mezcla de una gran pena terrible y una diversión continua y juguetona.
Sus hijos estaban en la universidad, porque ésa era la responsabilidad que creía tener con ellos, hacer lo posible para que estuvieran tan bien preparados para llevar una buena vida como fuera posible: dos hijos y una hija. A su esposa la había conocido en América, pero también era de Bitlis. Cada tarde, sobre las tres, le llevaba una bandeja de latón, en la cual descansaba una pequeña taza de café turco, una porción de delicia turca y un vaso de agua fría.
Sonreía y decía bajito:
–Un momento de descanso para el señor.
Dejaba la bandeja en un lugar vacío del banco de trabajo y subía, porque sabía que cuando estaba en su taller era un artista, un pensador, y no deseaba ninguna conversación banal que se entrometiera con su creación de armarios y composición de poemas.
En esa época había hambruna en la tierra, podría decirse, al estilo de los escritores del Antiguo Testamento. Con toda seguridad corría poco dinero, y muchas familias pobres se empobrecieron aún más. De todos modos, se conseguía llevar a la mesa abundantes comidas por muy poco dinero; mi familia también, en el segundo piso del 348 de la calle Carl, a sólo ocho calles del taller Barón Gapriel Jivarián. Yo tenía veintidos años y me desesperaba bastante no tener un empleo fijo. Al igual que no tener nada publicado, a pesar de que trabajaba escribiendo cada día, y también casi cada noche.
Por eso, como no tenía ingresos ni por lo tanto dinero, caminaba mucho y bebía mucho agua, hasta la hora de la cena, cuando en los platos se apilaban montañas de arroz guisado con cebolla morena cortada, para que mi hermano y yo pudiéramos comer abundante si no elegantemente, por decirlo así.
Me encantaba aquel plato, todavía me gusta. Y mucho después de hacerme rico, solía pedir a alguien que me guisara una buena cacerola, o le pedía al chef de un restaurante que me preparara una buena olla para el día siguiente. Y finalmente aprendí a prepararlo yo, y podía comerlo siempre que me apetecía, estuviera donde estuviera.
En mis paseos, solía pasar por el taller del constructor de armarios, y un par de veces me vio y me hizo ademán de que pasara, después de lo cual dijo:
–Bien, eres justo el hombre que quería ver, William. Eres escritor, aunque aún no seas famoso. Utilizas la lengua inglesa. Yo también soy escritor, bien, quizá no exactamente escritor, pero en todo caso escribo mis poemas. Y lo hago en armenio. Éste es el poema que escribí anoche.
Y entonces me leyó un poema que yo consideré sabio y humano, e increíble, no para que lo hubiese escrito un constructor de armarios, sino para que lo hubiese escrito cualquiera.
Y le di las gracias y me fui a la playa a caminar y recoger piedras, como si fueran palabras, o monedas. Cuatro años más tarde, me salí con la mía, y se publicó mi primer libro; permítaseme ahora, casi cuarenta años más tarde, loar a Dios, loar a Jesús, loar al sol, loarlo todo y a todos. A pesar de que los poemas del buen constructor de armarios no se publicaron nunca, Dios nos ayudó a todos.
1978

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