Un viernes por la noche de 1919, estaba vendiendo periódicos en la esquina de Republican Building cuando te acercaste a mí y hablando en armenio dijiste:
—Ven al 222 de la calle 0 mañana a las diez de la mañana y tendrás el honor de ser el primer chico que venda un nuevo periódico en Fresno.
Hablabas en un armenio rimbombante, todo tú eras rimbombante, pero entendí lo que me decías y hasta cierto punto a ti. Eras de alguna otra parte, y más tarde me enteré de que habías sacado semanarios literarios en Sofía, Bucarest, El Cairo y París. Sabía que eras un intelectual porque llamaste ideyote a alguien de los hombres que te escoltaban por la ciudad, que primero pensé que era tu manera de pronunciar la palabra inglesa, pero supe después que era una palabra armenia, y de hecho hubo algunos que empezaron diciendo ideyote a partir del lenguaje armenio y terminaron diciendo idiot en inglés. Llevabas una capa negra con el forro rojo, y un sombrero negro con el ala muy ancha, una bufanda roja, polainas grises y empuñabas un bastón. Tenías un estilo y un comportamiento altanero, pero no tenías dinero.
Para mí el sábado era siempre el peor día de la semana, y decidí hacerte algo; llegué la casita anodina del 222 de la calle 0 a las diez de la mañana, estabas allí, atareado con los bultos periódicos que querías que yo tuviera el honor de ser el primero de vender en Fresno. Era una publicación muy bien presentada, en papel blanco, con el nombre escrito en lo alto de la primera página en adornados caracteres armenios: Tsahkh-ahvel, una palabra que no había oído nunca, pero que después me dijeron que significaba, literalmente, «escoba equivocada» o «escoba zurda», pero que en realidad significa muchas más cosas, como malentendido, o estar ocupado en algo inútil, o trabajar mucho para nada, y cosas por el estilo.
—Bien —dijiste—. Llévate cincuenta y vete a los cafés, al Ararat y al Arax, y luego a los sitios donde sepas que van armenios los sábados, al mercado, las tiendas de comestibles, las esquinas de las calles. Véndelos todas y ven a por más. El periódico vale veinticinco centavos, pero el precio es sólo de cinco centavos. Todos los armenios de la ciudad te lo comprarán.
Sabía que estabas soñando, pero no te lo dije. Te hice algunas preguntas básicas: ¿De qué tema trata? ¿Con qué periodicidad sale?
—De la dispersión de la vida armenia es de lo que trata —me dijiste—, y sale cada sábado.
Cuando bajaba las escaleras de la casa vi a dos chicos que vendían The Evening Herald, que se acercaban por la calle, y supe que habías pedido a todos los vendedores armenios que vendieran tu periódico, Tsahkh-ahvel.
Corrí al Ararat, que estaba hasta los topes de hombres jugando a cartas y backgammon y bebiendo tacitas de café. Todos se interesaron por el nuevo periódico, unos cuantos tomaron ejemplares prestados, pasaron páginas, leyeron partes, se rieron y lo devolvieron. Nadie pagó un ejemplar para quedárselo, llevárselo a casa o tirarlo. Francamente, me sorprendió, porque si no esperaba que los campesinos desperdiciaran un níquel en un periódico de humor, también sabía que muchos intelectuales frecuentaban el Ararat y estaba convencido que un par de ellos me lo comprarían para leerlo a gusto, y poder comentarlo después.
La situación fue la misma en el Arax, y pero en el mercado, donde la mayor parte de puestos de frutas y verduras eran propiedad de armenios. Los demás no entendían a qué venían esos gritos, porque yo intentaba venderlo como si no fuese distinto a los periódicos americanos, chillando, «Tsahkh-ahvel, Tsahkh-ahvel», que los armenios sabían que significaba escoba equivocada, escoba zurda, o lo has entendido todo al revés.
Doctor Chomp, intenté por todos los medios vender cincuenta ejemplares de Tsahkh-ahvel, incluso a los americanos, pero fracasé. A la una ya sabía que no tenía sentido insistir. Me había encontrado con cinco chicos armenios más que gritaban «Tsahkh-ahvel» por toda la ciudad, pero tampoco habían vendido ninguno, excepto Sunnar Giragosián, cuyo tío le había comprado uno para darle ánimos. Cuando volví al 22 de la calle 0, tú ya no estabas. Una anciana del barrio que hacía las faenas de la casa me dijo que volverías por la noche.
—¿Cuántos has vendido?
—Ninguno.
Me dijo que dejara los periódicos sobre la mesa de la sala. Le pregunté si podía llevarme uno a casa, y me dijo:
—Valen cinco centavos.
Le dije que no los tenía, y entonces añadió.
—Bueno, llévate uno a crédito, ya le pagarás al gran doctor en otro momento.
—¿Quién es? —pregunté.
—¿Qué quien es? —dijo, asombrada y molesta—. Es el doctor Anoushaván Chomp, no un doctor de los que dan pastillas que no sirven para nada, es un doctor en filosofía, graduado en una universidad importante.
Me llevé el periódico a casa, y aquella noche mi madre lo leyó, cuando volvió a casa, después de envolver higos en Guggenheim's.
—Es muy gracioso —me dijo—. ¿Y dices que no has conseguido vender ni uno? Inténtalo de nuevo la semana que viene, y no te olvides de traer uno a casa.
Pero eso fue todo, sólo salió un número. Tsahkh-ahvel cerró y tú desapareciste. Me habría gustado conocer más detalles del asunto.
1971
No vivimos mucho tiempo, y cuando empezamos a saber algo, o a conocer el modo de descubrirlo, ya nos movemos a toda velocidad, como si esquiáramos, por una pronunciada pendiente nevada, adelantando a unos en el descenso, y cruzándonos con otros que ascienden, y realmente hay poco tiempo para conocerse y charlar. Lo más que podemos hacer es gritar alguna cosa al pasar...
martes, 16 de noviembre de 2010
Dr. Anoushavan Chomp...
William Saroyán
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