martes, 16 de noviembre de 2010

Caloust Gulbenkián

Cuando llegué al hotel Avis de Lisboa, mayo de 1949, me sorprendió saber que ocupabas todo el entresuelo.
—Gulbenkián —dije al director del hotel—. ¿Se refiere a ese hombre tan rico?
—El más rico del mundo —dijo el director del hotel—. Es armenio, como presumo que es usted.
En aquella época tenía cuarenta y un años, y estaba en baja forma; acababa de dejar a mi esposa, a mi hijo y a mi hija, por razones lo bastante graves como para que no dudara en marcharme.
Estaba en un estado de trastorno espiritual. Echaba de menos algo. Podría decir que era mi esposa, mi hijo y mi hija, pero me temo que era algo más; echaba de menos la verdad. De repente no tenía casa, continuidad, ni significado. Estaba sin mí, mi propio fantasma. Estaba más que perdido, desarraigado. En realidad estaba muerto. Pero parecía vivo. La verdad es que más vivo que nunca, porque no sabía qué hacer a continuación, ni adónde ir, para empezar a vivir en la verdad de nuevo.
Casi me doblabas la edad, el vigor y la salud. Durante el almuerzo, mencionaste que tu padre había vivido hasta los noventa y ocho y que tú también esperabas vivir tanto. El dinero que te llegaba a diario por los contratos de petróleo que habías negociado en nombre de países que tenían el petróleo y países que querían comprarlo no se detuvo cuatro años después cuando tú, sin embargo, sí te detuviste. El dinero fluye por ríos secretos hacia muy distintos lugares, de alguna parte hacia alguien, y el río que había fluido hacia ti durante tanto tiempo continuó fluyendo después de tu muerte a los ochenta y cuatro hacia la fundación que estableciste en Lisboa.
En esa época Rusia ponía el cerco a Irán e Irak, y parecía posible que esos países entraran en el círculo de influencia de los socialistas soviéticos, con lo cual el flujo de los ríos se desviaría de ti hacia el gobierno soviético o a personas de Irán e Irak.
Tengo tendencia a hacer preguntas directas a los que están conmigo, no por falta de educación sino por interés en conocer la verdad; te pregunté, pues, si eso te supondría un golpe, o un disgusto, y tú me dijiste:
—Oh, no, si ocurre, no me importará en absoluto. No pasa nada, no sólo porque en cualquier caso no soy pobre, sino porque siempre están ocurriendo cambios y esto es inevitable, y no tengo por qué preocuparme por todos los cambios que afectan a mis intereses. Incluso podría ser positivo para mí. Tal vez así encontraría tiempo para dedicarlo al arte, por ejemplo; me encantan las grandes pinturas. Y el dinero que gano podría utilizarse para mejores fines que hasta ahora, a pesar de que ya tengo un puñado de personas muy capacitadas trabajando para que el dinero que me llega se invierta de la mejor manera posible.
Que el hombre más rico del mundo, o al menos uno de los hombres más ricos del mundo, me hablara de ese modo, en armenio y de vez en cuando en inglés, me gustó, porque siempre había creído que el dinero no debería ser sólo para unos pocos afortunados mientras exista algún tipo de pobreza entre la mayoría de las personas. Resumiendo, hablabas con sinceridad y con honor sobre la suerte que había representado para ti poseer la habilidad de negociar, que había sido el inicio de tu gran fortuna.
Debido al asombro y la ansiedad exagerados que me asaltaban en ese momento, escuché con atención todo lo que dijiste. No sabías lo que me había ocurrido, aunque debías sospechar que algo no andaba bien. Yo me doy cuenta cuando estoy con alguien que pasa un mal momento. Por otra parte, no tenía mucha importancia que fueras armenio, y por otra, me complació enormemente que lo fueras, porque me hacía falta considerar a alguna persona como un pariente, y aunque yo no te veía como a un padre, o como a alguien que fuera como un padre, sí que sentía una vinculación auténtica entre los dos. No teníamos casi nada en común, pero nos entendimos al instante: sucedió cuando me sorprendiste y agradaste hablándome en un dialecto armenio que yo comprendía con facilidad, y me desarmó ver que comprendías mis respuestas en el dialecto de Bitlis.
En cierto sentido, ninguno de los dos tení hogar; no teníamos una patria geográfica como la que habíamos tenido antes y desde entonces habíamos querido tener, si exceptuamos la pequeña porción de lo que había sido nuestra patria, y se convirtió en parte de la Rusia soviética en 1921.
Por carácter, ninguno de los dos podría haber vivido allí, en caso de haber querido, aunque hubiésemos tenido una nación independiente. Tú habías vivido en Estambul, Teherán, Mosul, Bagdad, Londres, París, Lisboa, y en muchas otras ciudades del mundo. Y en cierto modo yo estaba haciendo un recorrido muy parecido; había empezado por California, después Nueva York, de allí a Europa, y en 1935 la Armenia soviética.
Ni tú ni yo pertenecíamos a ningún país geográfico o político que fuera nuestro. Vivíamos y trabajábamos aquí y allí, pero todos sabían que eras armenio y que yo soy armenio, y durante el almuerzo nos reconocimos mutuamente y al instante. Hablábamos en nuestro idioma y disfrutamos haciéndolo.
Me gustó oirte decir:
—Los camareros que cobran para informar de todo lo que digo en inglés, francés, portugués y en otras lenguas, hoy estarán perplejos. Hay muy pocas personas que se preocupen por aprender armenio. En seguida verás como el jefe de camareros se acerca a la mesa para mover un tenedor o para servir vino, pero en realidad para escucharnos e intentar adivinar de que lengua trata. Por supuesto que también hablo el turco y árabe, y él me ha visto hacerlo, pero nunca me ha oído hablar en armenio. Voy a divertirme con su desconcierto.
Así fue, el jefe de camareros se acercó a la mesa y nos sirvió el vino muy lentamente, mientras tú decías en armenio:
—Sigamos hablando, quiero que oiga como suena el armenio.
Sólo para cumplir tu petición dije:
—Pero si sabe que eres armenio, se imaginará que estás hablando en tu lengua, ¿no crees?
—Bueno, una cosa es saber que hablamos armenio y otra es saber lo que decimos. Le pagan para que informe de cualquier cosa que me oiga decir y que comprenda, pero ¿qué información va a vender esta vez? —dijo él.
—Con toda seguridad puede decir que un armenio de América almorzó hoy contigo, pero no discutisteis para nada de negocios, sólo comisteis, bebisteis y hablasteis en armenio —dije yo.
Entonces el camarero se vio obligado a volver a su puesto de vigilancia y tú dijiste:
—Me alegro de que hayas venido a Lisboa, pero ¿cómo se te ocurrió venir a este hotel? La gente reserva habitación con un año de antelación, y hay poquísimas habitaciones.
—En el aeropuerto pedí al taxista que me llevara al mejor hotel de Lisboa —dije—. Y el taxista dijo en portugués, que ni hablo ni entiendo, pero por lo que sea le entendí: «Bueno, el mejor hotel es el Avis, pero es muy caro.» Así llegué aquí. Ribeira, el director, me dijo primero que no había habitaciones, pero después de echar un vistazo a mi pasaporte, me pidió que esperara diez minutos. Después dijo «Habitación 404» y tengo que decir que me gustó mucho, sobre todo el suelo de mosaico, las paredes y el vestíbulo, mosaicos por todas partes.
Almorzamos juntos de nuevo al día siguiente y también cenamos varias veces, y tú empezaste a sospechar que me ocurría algo, porque cada día tenía resaca, y cada tarde y cada noche iba en taxi al casino de Estoril y jugaba; ganaba y perdía, perdía, ganaba, y no paraba de beber y, claro, estaban las mujeres hermosas que había que llevar a alguna parte, de modo que entre juegos, bebidas y mujeres decidí que ya nada tenía importancia; no pasaba nada,daba lo mismo si estaba muerto, sin hogar, perdido, y tenía cuarenta y un años. No sé cómo te enteraste, pero un día durante el almuerzo dijiste:
–En todos estos años que he pasado en Lisboa, no he puesto nunca los pies en Estoril. Si necesitas dinero, dímelo por favor.
Tengo que decir que me quedé boquiabierto porque supieras que estaba pasando tanto tiempo en el casino y aun así desearas ayudarme, incluso con dinero. Pero yo soy el Saroyán que soy. Pago mi parte. Cometo errores y pago por ellos. No se me permite aceptar dinero de los demás por ningún motivo.
–Muchísimas gracias, estoy bien. Tengo suficiente –dije.
Pero aquella noche tuve una suerte increíble (si es que existe tal cosa cuando una persona se está hundiendo), tanto cuando fue buena como cuando fue mala; el caso es que al fina no me quedaba dinero para irme del casino con una de las mujeres. Y no quedaba casi nada en la habitación 404, sólo unos pocos dólares, y una moneda de oro que debía valer unos cincuenta dólares, y todavía tenía que pagar la factura del hotel. Al día siguiente, fui al casino y cambié la moneda de oro por suficientes fichas para empezar a jugar, con prudencia al menos, pero más pronto o más tarde soy incapaz de actuar con prudencia, y empecé a apostarlo todo a un número, y a ganar. Así fue durante las siguientes dos o tres horas. Entonces ya tenía bastante para pagar el hotel y tomar un tren a Biarritz. No quería ir en avión, quería sentarme en un tren y reflexionar.
No diré nada sobre el juego, excepto que ha formado parte de mi vida desde el comienzo. Con respecto al dinero he sido un ganador muchas veces, pero con respecto al dinero también soy un gran perdedor desde hace años. En otras cosas, que han sucedido al mismo tiempo que el juego, he sido un ganador, incluso en la literatura. Durante nuestros almuerzos y cenas hablamos de muchas cosas, centenares más de las pocas que he recordado aquí, y en el transcurso de nuestro último almuerzo hablamos del futuro, conscientes de que a la mañana siguiente yo subiría a un tren y probablemente no nos veríamos durante mucho tiempo, si es que volvíamos a vernos. Otra vez dijiste:
–Si necesitas algo, lo que sea, dímelo por favor.
Y, de nuevo, te lo agradecí y te dije que no me hacía falta nada.
En Biarritz volví a jugar, pero la racha había pasado y, si ganaba, era dinero que se podía contar y servía para pagar cosas para ir tirando, y si perdía, era sólo una pequeña parte de lo que tenía; así supe que lo peor había pasado.
No me gustó Biarritz, pero tampoco me desagradó. No era como Lisboa o Estoril, que me encantaban. Tengo que decir que los portugueses me agradaron en seguida, porque son casi todos pobres, pero se mueven y caminan con una elegancia y un orgullo que me conmovió profundamente, los niños, los hombres, las mujeres, incluso los ancianos.Y en sus caras están grabadas las arrugas del profundo dolor, la generosidad, el honor y la cortesía. Por ejemplo, cuando el taxi llegó a Avis, como yo no conocía el valor del dinero portugués, hice mis cálculos y puse unas cuantas monedas variadas en la mano del taxista. Él protestó, o al menos (después de haber estado en Roma últimamente) yo creía que había protestado y empecé a sacar más dinero, pero sus protestas se debían a que había puesto demasiado dinero en su mano. Recogió algunas de las monedas de más valor y me las devolvió. Me llegó al alma, porque en Roma, diera lo que diera al taxista, siempre se ponía a chillar que no podía continuar viviendo si la gente no se volvía más generosa, tenía esposa y muchos hijos, y esto y aquello. Y allí, claro, iba muchísimo al Machado a comer y beber, y para escuchar a los hombres y mujeres que cantan fado, que tan bien se adecuaba a mi estado de ánimo del momento.
Biarritz no tenía nada que ver: el casino era un lugar aburrido, los jugadores eran prudentes y pomposos, y no encontraba mujeres que mereciera la pena mirar dos veces.
Me fui a París y me instalé en el Scribe. Uno de los motivos fue que para mí Scribe significa «escribir», y presentía que en lo que tenía más probabilidades de recuperar el equilibrio era escribiendo de nuevo; también fui allí porque en mi primera visita a París, en 1935, sólo había ido al hotel para echar un vistazo, y finalmente en 1945, cuando estuve en el ejército americano, el Scribe había sido un lugar de reunión de los corresponsales, fotógrafos y escitores extranjeros. En el Scribe, casi cada noche había una timba de póquer en que yo participaba, y donde perdí tres mil dólares contra mi amigo Robert Capa.
Tenía una habitación exterior, que me pareció perfecta para ponerme a trabajar, estaba en el último piso y tenía el techo inclinado, como una buhardilla.
Deseaba escribir una novela, porque necesitaba dinero; no inmediatamente, pero sí en el futuro: me esperaba un divorcio, dos niños pequeños que mantener, y todo eso. No esperé más, saque la máquina de escribir portatil, dispuse el papel al lado, una hoja en el rodillo, y empecé a escribir, contento de intentar al menos sobreponerme y a la vez escéptico ante mis posibilidades de conseguirlo. (¿Qué podía escribir?) Fue duro, pero no abandoné, y al cabo de cinco o seis días paré; ya tenía bastante.
Lo que había escrito no era una novela, pero era una larga narración corta, y trataba de ti, y de mi, y se titulaba «El asirio».
El hermano pequeño de mi madretenía un hijo que vivía en París en esa época con su joven esposa; había leído en el Herald que había llegado a la ciudad y estaba instalado en el Scribe, y una tarde me visitó para charlar. Lo conocía desde que nació, cuando yo tenía diez u once años. Me alegré de volver a verlo, oírle contar sus aventuras durante sus años en la marina.
–¿Cómo es que viajas solo? –me dijo en un cierto punto.
Le dije que había dejado a mi esposa y mis hijos, y él me dijo:
–Cuéntamelo, anda.
Pero no podía, y entonces dijo:
–¿Qué piensas de mi matrimonio?
No entendí y se lo dije.
–Quiero decir que vivo en Paris con mi esposa, que estoy intentando escribir y ella también está intentando escribir –me aclaró.
Le dije que me parecía muy bien.
Bajamos a la calle y fuimos a la buhardilla donde vivía él en la Orilla Izquierda, y me puse a charlar con su esposa.
Después, los tres nos fuimos a cenar a un local cercano, y cuando terminamos sacó un manuscrito del bolsillo, un manuscrito bastante grueso, doblado como para que cupiera en un sobre de correos y dijo:
–¿Lo leerás, por favor, ahora, aquí, y me dirás sinceramente si puedo escribir, si debo continuar, o si debo olvidarlo?
Pues bien, era como una novela corta, pero no era fácil de leer porque no había limpiado las teclas de su máquina y todas las vocales parecían iguales. Sea como fuere, leí la historia con mucha atención, y aunque estaba muy mal escrita, era una historia: de confusión, dolor, ignorancia, duda, y la sensación de soledad. Mientras leía, intentaba decidir cómo debía hablarle acerca de lo que había escrito, y él fumaba un cigarrillo tras otro, hasta que tuve que decirle:
–Leo muy despacio, ten paciencia por favor, no quiero pasar nada por alto.
Finalmente llegué a la última palabra, y casi se abalanzó sobre mí diciendo:
–Dime, dime la verdad, no me mientas.
Creo que no le mentí cuando dije:
–Mira, a la escritura le falta técnica, no tiene un buen estilo, pero eso no importa, no te preocupes por eso, la técnica y el estilo se adquieren a base de escribir, lo importante es que la historia es muy buena, muy importante, pero no la escribas de nuevo, estúdiala, revísala con atención, si hace falta rehazla, pero al mismo tiempo trabaja en algo nuevo.
–¿Soy un escritor? –dijo, y evidentemente la respuesta apropiada a esa pregunta debería ser: «Si eres capaz de hacer esa pregunta es que no lo eres», pero no se lo dije. Le dije:
–Creo que si, y te pediría que intentaras creer que lo eres, porque si no lo crees tú, se notará en lo que escribas.
Fuimos caminando a un teatro de vodevil, a un kilómetro de distancia más o menos, y entramos, y después del espectáculo nos sentamos a una mesa y bebimos whisky, fumamos y charlamos.
La cuestión era que la historia de mi primo tenía cosas que también estaban en la novela corta que acababa de escribir, «El asirio», sobre ti y sobre mi, y al mismo tiempo sobre otra gente y otras cosas, lo que me hacía pensar: «Mi primo también tiene problemas, tiene un montón de problemas. ¿Qué é ocurrirá?»
Después de vivir con su esposa en París dos años, volvieron a Estados Unidos, porque ella estaba embarazada y quería que el niño naciera en California. Un día me lo encontré en Fresno y me dijo:
–Acabo de leer tu nuevo libro, The Assyrian and Other Stories, y lo mejor de todo es el título, pero, ¿por qué haces asirio a Gulbenkián? ¿Por qué no titulaste el libro «El armenio»?
–Al fin y al cabo es lo mismo. Los asirios se parecen mucho a nosotros, y últimamente es casi lo mismo –dije.
–No lo entiendo –insistió él–. Todo es real en la historia, pero resulta que el escritor ha convertido a los dos principales personajes en asirios, y no son asirios, son armenios.
Pero no se refería a eso, aunque yo no estaba muy seguro de saber a qué se refería. Lo que sí sabía era que tenía problemas, todavía tenía problemas, su hijo tenía dos años, y su mujer acababa de dar a luz una niña, pero todas esas cosas no parecían haberle hecho ese bien que todos, armenios, asirios o quien sea, hemos creído siempre que nos hace.
–Es una de tus mejores historias –me dijo al final–. Creo que he metido la pata. No lo haré más. –Se echó a reir ruidosamente y gritó–: No, no, no quería decir eso, maldita sea, no tenía intención de darte lecciones, sólo me habría gustado que les llamases lo que son, no sé por qué.
Pero no dijo nada de su propia obra, y yo había oído decir que se había encargado de una viña, pero no le había gustado y lo había dejado, y después había trabajado en un puesto increíble una temporada, en unos grandes almacenes, vendiendo zapatos. Pero también lo había dejado.
Bueno, ¿qué tendrá que ver él con nosotros? Esto. Era, es, siempre será uno de los nuestros. ¿Debería decir sin hogar? No, que demonios. ¿Perdido? No, no estaba más perdido que cualquier otra persona. La verdad es que no sé lo que debería decir, excepto que tenía tantos problemas que se pasó diez años probando todo tipo de tratamientos –de shock, de pastillas y de cualquier cosa en que los confundidos doctores y psiquiatras creyeran en aquel momento–, y finalmente probó otra salida, y por fin lo consiguió, de la forma más dura: ya estaba divorciado, hacía años que no veía a sus hijos, el coche que se pasaba el día limpiando, encerando y puliendo para que pareciera una pequeña joya azul cayó lentamente y encendido en llamas por un pequeño acantilado cercano a Piedra, sobre una vía de ferrocarril abandonada, en la que él fue una antorcha que saltaba y corría. Cuando yacía sobre la densa hierba, pidiendo agua, dijo con enfado a la chica que había visto caer su coche por el acantilado.
–¿Para qué ha venido esta gente?
Y al policía que se abría paso entre la gente.
–¿Va a matarme?
Horas más tarde, en el Hospital de Veteranos, cuando ya no era algo que se pudiera mirar, no paraba de decir:
–No me moriré, ¿verdad?
Aquella mañana temprano murió, a los cuarenta y cuatro años, que Dios se apiade de su alma.
Tal vez fue un error decir que éramos asirios, pero no estoy seguro, porque en cierto modo todo el mundo es asirio, un vestigio de una raza en otro tiempo poderosa, y ahora extinguida.
1971

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