jueves, 18 de noviembre de 2010

Malas Palabras

Juan Nuño

La escuela de la sospecha.
Nuevos ensayos polémicos,
Caracas, Monte Ávila, 1990

No es que sean más que las buenas, sino que se usan más. De ahí que sean malas. Por su abuso. Corren como la falsa moneda, en este caso, de boca en boca. Abundan, se repiten, se hacen universales y amplias, y sólo consiguen que nadie sepa qué quieren decir. Lo que no impide, antes bien estimula, que se las siga empleando generosamente.
«Amor», por ejemplo, para no comenzar levantando ampollas. Merecería ser la reina de las malas palabras, pues se usa para todo, y, lo peor, para todos. Hasta convertirse en una obligación. Porque si menester es amar a alguien, sobre todo a nuestro prójimo, por precepto, de amor sólo queda el nombre. También los esposos se deben mutuo amor, que es la manera más segura y rápida de comenzar a no soportarse y llegar probablemente a odiarse. ¿Para qué no habrá servido el amor? Hace girar el mundo y, de creer a Dante, move il sole e l'altre stelle, nada menos. Es más fuerte que la muerte, exige juramentos y sobrevive al sarampión. De tan universal, los poetas lo han exaltado hasta rebajarlo.
Common as light is love, cantaba Shelley, que de ser verdad, todo estaría inundado de amor y el mundo se pondría insoportablemente meloso. Palabra que penetra en todos los discursos; voz con la que se limpian la garganta todos los humanos. Fetiche favorito de las religiones, de los políticos y de todo tipo de predicador. Sirve igual para un roto que para un descosido. Lo mismo se aplica al comercio que a la sublime inspiración, por lo que conviven el amor con tarifa y el otro, invalorable. Amor pasajero y amor eterno. Amor loco y amor prudente y sabio. Verdaderamente, ¿qué harían los hombres sin amor, es decir, sin la palabra amor?
No es menos mala «libertad». La han proferido todos; la han disfrutado muy pocos. En su nombre, como suspirara Madame Roland, camino del patíbulo, no han dejado de cometerse crímenes. Y lo que te rondaré. La libertad es algo que se promete, se busca, se anhela. Suena a viaje, a otro mundo, a huida. Quizá es peor que amor, pues puede fingir con mayor facilidad: cada quien sueña a su modo con ella. Su definición es tan imposible y tan innecesaria como la del amor. Si éste excita,aquélla adormece. Sirve de anestesia mientras el hombre se entrega cada vez más a su destino de animal enfermo y represivo. Si con el amor trafican los vendedores de religiones, con la libertad medran los mercachifles de ilusiones sociales. Por algo Claudel, viejo católico, experto en amor y libertad, llegó a exclamar:Délivrez-moi de la liberté !Imposible: de las malas palabras, de las grandes palabras, nadie puede librarnos. Son nuestra moneda cotidiana, nuestras señas de identidad para salir cada mañana a la calle.
Quien lo vio con toda claridad fue Orwell: «Amor es odio», «Libertad es esclavitud». Voces intercambiables. Proposiciones contradictorias. Extremos que se tocan. Igualdad de los opuestos. A todo eso también se le da otra mala, malísima palabra: «dialéctica». Nadie se libra de esta última plaga, pues al menos de cien años acá, todo es dialéctico. Hasta el subdesarrollo, una pobre palabra que, como la democracia, ni siquiera llega a la categoría de mala. Vivimos rodeados de esas y otras malas palabras. No tienen ni valor ni significado; parlotean, no comunican; gritan, nada dicen. Aptas para consignas, pobres en el discurso racional; piden más que entregan. Exigen sin dar respuesta a nada. Palabras que, como notara Valéry, han desempeñado todos los oficios. Hasta el más antiguo del mundo, como el amor; aun el más corrompido, como la libertad y el menos racional, como la dialéctica.

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