martes, 16 de noviembre de 2010

La Muerte de un Presidente

Rubén Jaén Centeno
"Memorias de un Cirujano del Corazón"

Cuando, por cualquier circunstancia, nos vemos envueltos en acontecimientos de gran repercusión, nos percatamos de que la verdad, cuyo valor tanto se destaca en nuestra enseñanza, es en apariencia un exabrupto, que crea problemas y estorbos para el desarrollo normal del sistema social establecido. Esta realidad, que parece una blasfemia en el llamado mundo civilizado, ha sido reconocida desde hace siglos por otros pueblos cuya filosofía es totalmente diferente. Algunas tribus de Africa, por ejemplo, tienen una moral muy peculiar, como pude apreciar durante mi permanencia allí. Para ellos, pueblos de orgullo infinito y mentes complicadas, engañar al enemigo es una victoria, y las palabras carecen de significado: el sí, puede ser no, y la promesa, una emboscada. Si el ingenuo cae en la trampa, hay motivo para celebrar, y todo ello es corriente y aceptado en unos grupos humanos que, por otra parte, tienen la costumbre de cederle sus esposas a los amigos como señal de aprecio y cortesía. Esta diferencia total en el comportamiento ha conducido al fracaso incluso a los conductores de las grandes potencias, los cuales insisten en negociar con ciertos países como si la moral llamada occidental fuera universalmente aceptada.
Para los habitantes de Venezuela, es bueno reconocer que, aunque nuestros dirigentes no tengan conceptos antropológicos sobre la verdad, la modalidad africana se aplica fielmente, quizás por la gran variedad de razas que componen nuestra nacionalidad. Los españoles, muy influenciados por los árabes, son anarquistas por excelencia. Angel Ganivet, quien hizo estudios profundos sobre las raíces de la conducta de los ibéricos, observó: "En la Edad Media, nuestras regiones querían reyes propios, no para estar mejor gobernadas, sino para destruir el poder real: las ciudades querían fueros que las eximieran de la autoridad de los reyes, ya achicados; y todas las clases sociales querían fueros y privilegios a montones. Entonces estuvo nuestra Patria a dos pasos de realizar su ideal jurídico: que todos los españoles llevasen en el bolsillo una carta foral con un solo artículo, redactado en estos términos breves, claros y contundentes: este español está autorizado para hacer lo que le dé la gana". Si le agregamos a este individualismo desbordado las frustraciones de los negros y de los indios, y un toque árabe, tendremos un pueblo de temperamento explosivo y de manejo harto difícil.
Si los súbditos son díscolos, los gobernantes latinos tienen ejemplo de sobra para ejercer el poder de una manera muy particular, como lo prueba el documento que firmó el rey Felipe II de España en la ciudad de Aranjuez, el 27 de mayo de 1568, con las condiciones impuestas a los futuros colonizadores de la provincia de Nueva Andalucía, en la parte oriental de lo que hoy es Venezuela. Su Majestad envía para esa empresa "cuatro navíos armados y aderezados, dos de ellos de doscientas toneladas y los otros dos, de a ciento y quinientos hombres en ellos, ciento de ellos casados -formaba parte de este grupo mi antepasado el Capitán Francisco Centeno- y los demás, gente de mar y de guerra", bajo el comando del Muy Ilustre Señor Diego Fernandez de Serpa. Y sigue el monarca: "las descubriréis y poblaréis y haréis otras cosas necesarias, todo ello a vuestra costa y mención, sin que Nos y los Reyes que después Nos vinieren, seamos obligados a satisfacer ni pagar los gastos que en ella hubiere". A continuación asigna al Gobernador y Capitán General "por vuestra vida y la vida de otro hijo y heredero vuestro que nombraredes, con dos mil ducados de quitación, los cuales habeis de cobrar y ser pagados con los frutos y rentas de dichas tierras porque, no los habiendo, no seamos obligados a pagarlos de nuestra Real Hacienda". En otras palabras, un dignatario con títulos que llenarían una página, dirigente de uno de los imperios más poderosos del mundo, mandaba a sus súbditos a descubrir y conquistar tierras de posibilidades desconocidas, y le asignaba a su comandante un salario teórico que debía buscar como pudiera porque ni el propio Rey ni sus sucesores podían pagarlo. No es de extrañar que, con esa conducta, repetida mil veces a través de los siglos, los actuales aspirantes al poder y al dinero no tengan muchos escrúpulos para conseguirlos.
El asesinato del teniente coronel Carlos Delgado Chalbaud, presidente de la Junta de Gobierno de Venezuela, es un ejemplo notable del resultado de esta serie de distorsiones. Pertenecía a una clase social alta y había sido educado en Europa. Para la oficialidad venezolana, nunca estuvo integrado del todo a sus cuadros, y hasta se hablaba de su condición de "asimilado", término un poco despectivo que se aplica a los profesionales -médicos, ingenieros, etc-, que son aceptados en las Fuerzas Armadas con una condición temporal. Distinguido y culto, era visto con agrado por el escritor-presidente Rómulo Gallegos, quien nunca imaginó que su amigo también participaría en la conspiración que lo derrocó en el mes de noviembre de 1948.
Por otra parte, Rafael Simón Urbina, un personaje que se movió siempre en ambientes de guerrilla, intentos de revolución y venganzas personales, había acumulado contra Delgado Chalbaud un sentimiento de odio derivado de verdaderas o pretendidas actitudes de desprecio. De ahí que como era una persona audaz y de gran valor, fuera el preferido por todos los que querían expulsar a Delgado de su posición en la Junta de Gobierno.
Los acontecimientos demostraron que el militar, formado en Francia, no pensaba mucho en el peligro de los guerrilleros y en la posibilidad de una emboscada. Como viajaba sin escolta, fue fácil para los conspiradores secuestrarlo a pocas cuadras de su casa. Para todos los que estudiamos el caso y hasta leímos el grueso expediente, se trataba de un secuestro con intenciones de enviarlo al extranjero, más que de un asesinato premeditado. En efecto, no había ninguna razón para llevarlo a un sitio apartado, porque la ejecución hubiera podido ser inmediata y la huida más fácil. Muchos creemos que las segunda parte del plan era embarcarlo en un avión y mandarlo al exilio, pero quiso el destino que un disparo accidental causara una herida grave en la pierna de Urbina, y así todo se le fue de las manos.
En la mañana del 13 de noviembre de 1950, uno poco antes de las ocho de la mañana, recibimos una llamada en el Hospital Militar -en esa época ubicado en la esquina de Poleo, Caracas- para alertar al personal sobre la llegada del Presidente de la Junta de Gobierno, herido, junto con su edecán, en un atentado. A los pocos minutos, en medio de una gran conmoción, un grupo de personas trajo el cuerpo del teniente coronel Delgado Chalbaud, cubierto sólo de unos calzoncillos cortos de color blanco y, sobre el pecho y la cara, la parte superior de un traje de dama, de los llamados de dos piezas, que se le había colocado para evitar las miradas de los curiosos. Su esposa Lucía, que lo acompañaba, era la propietaria del traje mencionado y se cubría con una chaqueta militar de talla muy grande y con las presillas de teniente coronel. Luego supimos que pertenecía a un oficial de apellido Angulo, quien se la había cedido por respeto y en aras del pudor.
En el recinto de emergencia estábamos los doctores Enrique González Eraso, anestesista; Alberto Padua, transfusor; y yo, además de otros médicos de la Institución. Apenas le vi la cara al infortunado oficial, me percaté de que había fallecido y así se lo hice saber a su esposa, quien tuvo una reacción violenta muy comprensible si tomamos en cuenta su angustia e indignación. Exigió con voz alterada que se comenzara el tratamiento y, sin más argumentos, el doctor Padua colocó una transfusión en una vena del pie, y el doctor González Erao comenzó la administración de oxígeno. La señora de Delgado permaneció allí todo el tiempo de nuestro inútil esfuerzo, de pie, con cara impasible y sin derramar una lágrima. Poco a poco se convenció de lo inevitable cuando le mostramos que el oxígeno que pasaba por la máscara salía por un orificio en la parte derecha del cráneo.
Retiramos los instrumentos y permanecimos en silencio. Nos encontrábamos ante un espectáculo lamentable: un hombre en la plenitud de su vida, perfectamente proporcionado y en excelentes condiciones físicas, yacía en aquella camilla con tres heridas mortales: una en el abdomen, otra en el tórax, y la última en el cráneo. Además había otra lesión, causada por un instrumento contundente, en la parte posterior del cuero cabelludo, y un hematoma redondo en una mejilla, como si allí se hubiera apoyado, con gran fuerza, el cañón de un revólver.
A lo pocos minutos hizo acto de presencia el doctor Rudolf Jaffe, patólogo de merecida fama internacional, quien procedió a efectuar la autopsia. Como no había otro especialista en el ramo, me vi en la obligación de ayudarlo, y así pudimos comprobar que el proyectil que había entrado en la cavidad abdominal causó la rotura de la aorta, y que la herida del tórax también era mortal porque había desgarrado la aurícula izquierda y provocado una enorme hemorragia. Es interesante destacar que el cerebro no tenía sangramiento debido a que la bala había hecho impacto luego de la muerte, sin ninguna sangre circulante, porque todo el volumen sanguíneo lo había perdido por las heridas de la aorta y el corazón.
En el expediente los acusados afirman que la muerte se había producido durante un forcejeo. Es posible, pero no se entiende la necesidad de hacerle dos disparos mortales a un hombre desarmado, para luego rematarlo con el clásico tiro de gracia. Horas más tarde algunos de los indiciados llegaron al Hospital Militar, en estado de embriaguez, y esa condición podría explicar ese asesinato inútil. Pero lo cierto es que todos estaban envalentonados y en franca actitud agresiva que se prolongó por muchos días, al menos en los que estuvieron hospitalizados y que, de continuo, insultaban a los guardias y al personal, como si estuvieran seguros de una libertad pronta y de contar con la protección de alguien muy importante a quien nunca delataron. Más tarde, quizás porque la investigación no se profundizó, las cosas tomaron el camino criolla: la mentira se convirtió en verdad y los miembros de la gavilla pasaron años en prisión. De todas maneras se había eliminado a un ser incómodo, un estorbo para ciertos planes, en afortunada ¿coincidencia? que facilitó muchas cosas.
Pero la tragedia de falsedades tenía que continuar. Como se dijo antes, el presunto jefe de la conspiración había recibido un proyectil de calibre 45 en la pierna y su estado era grave por la pérdida de sangre, lo que le obligó a buscar asilo en la Embajada de Nicaragua.
A las pocas horas, el dolor ocasionado por la fractura de la tibia y del peroné se hizo intolerable y apareció la amenaza de gangrena. Un médico militar de alta graduación lo examinó y ordenó su traslado a un hopital para darle tratamiento, a lo que se opusieron tanto el herido, veterano en esas lides y que se imaginó lo que le esperaba, como sus angustiados familiares. Sin embargo, las autoridades presentes le aseguraron que sería llevado al hospital privado Centro Médico de Caracas y así lo confirmó el médico mencionado quien, de buena fe, empeñó su palabra para que el herido aceptara esa solución.
Una caravana salió de la Embajada… pero bruscamente dejó la vía que conducía al Centro Médico y se dirigió hacia Catia, hacia la carcel, muy probablemente en medio de las protestas del revolucionario crónico.
Como de costumbre, los médicos del Hospital Militar seguíamos acuartelados, mientras los políticos hacían sus trágicas travesuras. A las seis de la tarde se recibió una llamada para que preparáramos con urgencia el quirófano, porque era necesario amputarle la extremidad inferior al señor Urbina. Llamé al anestesista de turno y puse sobre aviso al enfermero Lara, persona extraordinaria e imprescindible por su capacidad de servicio. Preparamos el pabellón de cirugía y nos sentamos a esperar. Transcurrieron dos horas y nada sucedió. A las tres horas una nueva llamada nos informó que el quirófano ya no era necesario, porque no habría operación. Una simple orden que nos hizo comprender que nuestro posible paciente había sido enviado, como se dice en el argot militar, a "otro destino".
En la madrugada conocimos la versión oficial: Urbina había sido muerto mientras intentaba escapar de la guardia policial que lo conducía en automóvil al Hospital Militar. El incidente había ocurrido en el cerro llamado del Atlántico. No hicimos comentario alguno, pero sabíamos que pronto conoceríamos la verdad porque, en Venezuela, no es posible mantener secretos.
Mi amigo Blas Bruni Celli era patólogo del Hospital Vargas de Caracas, y habíamos hecho una buena relación por su gran ayuda en mis trabajos de cirugía experimental. Probablemente sabía acerca de mi frutrado papel como cirujano de Urbina y una mañana me citó a su oficina. "Rubén, te voy a eneñar algo muy curioso. Es una foto histórica que tiene para ti un gran interés". Extrajo de una gaveta una fotografía, en blanco y negro que motraba la cabeza de un hombre de unos sesenta años, de nariz larga, flaco y de pelo canoso, atravesada por una sonda de metal, uno de cuyos extremos salía por la frente y el otro por la región occipital. En otras palabras, el trayecto de los tiros de gracia. "Sabes quién es esta persona?" Hice un gesto negativo. "Pues bien, éste era tu paciente, el que ibas a amputar en el Hospital Militar". No pude evitar un comentario: "La verdad Blas, es que esos policías tienen muy buena puntería porque lograron este impacto tan noble, en medio de un violento forcejeo y dentro de un automóvil".
Para un joven de veinticuatro años, los hechos que había presenciado no eran, ciertamente, una lección moral. El día anterior había recibido el cadáver de Delgado Chalbaud con tres heridas de bala, una de ellas, también de gracia; había visto la terrible reacción de su viuda y de su primo y amigo, el teniente coronel Jiménez Velásquez, y, para remate, días más tarde, después del pomposo entierro del ascendido en forma póstuma a coronel, sería testigo de la discusión en el hospital sobre lo que se haría con las vísceras del oficial fallecido, las cuales se encontraban desde el día de la autopsia en una lata de metal grande, de las usadas para el yeso de traumatología. Finalmente, luego de pasar por varias dependencias del Instituto, éstas llegaron a su destino final: el crematorio. Sic transit gloria mundi.

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