martes, 16 de noviembre de 2010

Armenak de Bitlis

William Saroyan

Bueno, hace un par de meses fui a visitar tu tumba en el cementerio situado junto a la vía del tren en San José, California, y mientras estaba frente a la parcelita numerada recordé la primera vez que la visité.
Fui con tu hermano menor, Mihran, cuando yo tenía diecisiete o dieciocho años y él treinta y siete treinta y ocho, hace ahora cuarenta años. Tu hermano lloraba, y yo, con esta bocaza que heredé de la otra rama de la familia, de tu mujer, tu viuda, mi madre, la rama tumultuosa de la familia, dije:
-¿Por qué lloras? El no está ahí.
Y me reí, por el gusto que me daba estar en un lugar como aquél en un día de verano tan hermoso, porque era estupendo estar vivo y porque yo no creía en la muerte, no podía creer en ella, no creía que tu estuvieras muerto, por ejemplo, o que alguien hubiera muerto alguna vez.
Tu hermano quedó consternado por mis palabras y por mi risa, y como los sollozos que estaba tratando de ahogar no le dejaban hablar con claridad, me dijo:
-Entonces, ¿dónde está?
Bueno esto empeoró las cosas, pues Mihran siempre tuvo una especie de formalidad y una ingenuidad que le llevaban a hacer unas preguntas que a los demás les resultaban muy graciosas.
-Pues en muchos sitios -respondí-. Nadie acaba en la tumba; sólo los huesos o el polvo están ahí. El hombre sigue estando siempre en los lugares en los que ha estado. Allí donde nació, donde pasó la niñez y la adolescencia. También sigue estando donde viajó, en los trenes, en los barcos, y sigue estando en los libros que leyó. Yo tengo los libros de mi padre y sus libros están llenos de él.Yo vine aquí sólo para ver dónde pusieron sus huesos. Mi padre no está muerto. Si yo estoy aquí, él también.
Bueno, estas teorías son muy discutibles; pero esto no hace al caso.
Durante mucho tiempo, recordé tan sólo aquel pedazo de tierra cubierta de hierba, bajo los árboles, junto a la carretera, y (más allá de la carretera) la vía del tren. No es que pensara: <<Allí está mi padre>>, o <<Allí están los restos de mi padre>>, o cosas por el estilo. Sólo recordaba que yo había estado allí.
Ahora bien, cuando era un niño que empezaba a querer entender las cosas, creía que un día, muy pronto, te vería subir por una calle y que yo sabría que era tu hijo, de tres, cuatro, cinco, seis, siete u ocho años. Seguí creyendo que vendrías, hasta que tuve once o doce años y luego la idea se me olvidó por comleto. No es que dejara de creerlo, es que lo olvidé, lo solté y se me fue durante mucho tiempo; y luego, de pronto, volvió, y por aquel entonces yo era ya un hombre hecho.
Yo no conocía más que alegrías, una salud de hierro, confianza absoluta, toda clase de ideas, noche y día, y movimiento constante, interior y exterior, y continuas idas y venidas. Empecé a viajar en cuanto tuve un poco de dinero; pero la primera salida importante fue financiada por tu hermano Mihran, que en 1928, poco antes de que yo cumpliera los veinte años, me prestó doscientos dólares, con los que me fui a Nueva York con el ómnibus Greyhound. Se los devolví, desde luego, pero siguió haciéndome préstamos, incluso cuando yo había ganado veinte o treinta veces más que él en toda su vida, y yo seguía devolviéndoselos, menos una o dos veces, en que tardé varios años en hacerlo, y temo que al final él me haya prestado más de lo que yo le he devuelto.
Yo tenía ya bastantes años, casi los que tú tenías al morir, en 1911, cuando empecé a creer otra vez que cualquier día subirías por una calle y vendrías a mi encuentro.
Tal vez más que creer que esto pasaría, empecé a recordar que mucho tiempo atrás había creído que iba a pasar. <<Mi padre lo hará porque es mi padre>> —me decía, de niño—; no va a dejar de venir sólo porque esté muerto. Ya encontrará él la forma de levantarse y subir por cualquier calle para venir a buscarme. Porque él es mi padre y porque nosotros somos como somos, podremos hacerlo. Sabemos que no se puede, que va contra las leyes; pero mi padre lo hará. Y entonces, ¿qué dirá la gente? Dirán: "Estuvo muerto diez años y luego volvió. Sencillamente. No era un fantasma, ni era un doble; era él mismo, en persona, que volvió. Volvió para pronunciar el nombre de su hijo". Esto es lo que dirán.>> Y lo pensaba mientras andaba por ahí, armando jaleo en los lugares públicos y haciendo que la gente se apartará de mí con asombro y hasta con miedo, como si yo fuese algo más que un hombre que hablaba fuerte y tenía ganas de reír.
Y después, entre unas cosas y otras, volví a olvidarlo durante mucho tiempo. Me acordaba, pero no hacía mucho caso de mi recuerdo, no sé si porque no resultaba o porque yo no acababa de ver claro cómo iba a ocurrir entonces, al cabo de más de treinta años. Bruscamente, en 1939, dejé de ser incansable, dejé de ser inagotable y algo le pasó a la risa, a los chistes, al barullo, al ir y venir, al viajar, al comer, al beber, al divertirse y al trabajar y a la fama y al dinero. Tenía treinta y un años cuando empecé a sentir una horrible tristeza que iba conmigo a todas partes. Quizá se debía a que la guerra se nos venía encima otra vez. Y pensaba: <<Hay demasiada gente en las calles. Si ahora mi padre volviera se perdería entre todo ese histerismo; si nos encontrásemos cara a cara no me conocería, tendría miedo de todo el mundo, y también miedo de mí.>>
Conocí a una muchachita y me casé con ella, y ella tuvo un hijo, y yo lo miré y lo olí y le escuché y le hablé, y en mi pensamiento ocurrió algo muy simple, esto: <<Aquí está él, y muy pronto le veré subir por una calle y se parará delante de mí y me hablará, tal como yo sabía que iba a ocurrir. Este viejo que tiene ya ocho horas es mi padre.>>
Pero luego lo dejé correr. No creí que resultara. No era exactamente lo mismo, aunque en realidad había en ello algo que no podía descartarse del todo.
Cuando, después de la guerra, volví a ver a mi hijo, él ya tenía dos años; pero no me conoció, aunque también puede decirse que yo le conociera a él. En los primeros meses de su vida su llanto me llenaba de inquietud, porque no era como el de los otros niños.
Cuando volví de Europa, furioso, confuso, enfermo, desesperado y tan muerto como vivo, mi hijo me miró y se echó a llorar. Lo primero que pensé es: <<Aquí está mi pobre padre, muerto a los treinta y seis años, que ha vuelto y está enfadado. ¿Enfadado conmigo por haberle traído aquí otra vez? ¿He hecho mal? ¿He cometido algún crimen contra él?
Luego nos separamos; pero entonces había ya una niña junto al hijo, y ellos se quedaron con su madre y yo me puse a pensar: ¿Cómo estarán, qué les pasará, cómo se las arreglarán, estarán bien?>>
Entonces yo era más viejo de lo que tu fuiste nunca. Estábamos en 1949. Yo tenía cuarenta y un años, y depresión nerviosa. Una depresión total, pero eso no importa, está ocurriendo a todas horas, puede ocurrirle a cualquiera, incluso diría que a mí me parece que tiene que ocurrirle a todo el mundo, pero cuando le toca a uno entonces es distinto, no es simplemente una cosa de la que se habla, es una cosa que te está pasando, y que es espantosa, y tienes que ser muy duro y tener mucha suerte para seguir viviendo.
Durante varios años, no volví al cementerio de San José, aunque pase en coche por la carretera que cruza por allí cerca y me acorde de la tumba y miré varias veces en aquella dirección. Ya no pensaba en ello como antes; sólo pasaba en el coche y mis recuerdos me seguían hechos pedazos, tratando de darme alcance y volver a juntarse.
Y así mucho tiempo. A veces me despertaba sobresaltado, como si despertara de la muerte, y trataba de ordenarlo todo, preguntándome: <<Vamos a ver, ¿dónde estoy? ¿Dónde están los míos? ¿Dónde está mi padre? ¿Dónde está mi hijo?>> Y entoces poco a poco, todo volvía y yo sabía lo que sabe todo hombre que aún esté vivo. Me levantaba, encendía un cigarrillo, echaba whisky en un vaso, y mientras inhalaba el humo y tragaba el whisky, trataba de pensar.
Veía de vez en cuando a mí hijo, y a su hermana, y hablaba con él y con ella; pero éramos extraños; en realidad, yo no los conocía, ni a él ni a ella, ni te conocía a ti, ni me conocía a mí mismo.
Y un día, en Nueva York, yo subía por la Quinta Avenida. Venía de la Calle 44. Adrede había omitido escribir a mi hijo para decirle que iría a Nueva York, porque él casi nunca contestaba mis cartas y cuando lo hacía sus cartas me parecían extrañas. En una hasta me decía que mis cartas le fastidiaban. De modo que dejé de escribirle.
Cuando le vi bajar por la Quinta Avenida yo sabía que aquél era mi hijo; pero no importaba, y decidí seguir andando y dejar las cosas como estaban. No había nada que decir. Está ocurriendo a todas horas. ¿Quién es padre de quién? ¿Es alguien el padre de alguien? ¿No será alguna descabellada idea del mundo el padre de todos los hombres? <<Ya ha cumplido quince años, es tan alto como yo y está bajando hacia mí por la Quinta Avenida; pero yo no me pararé. Yo le habré visto y él a mí no.>>
Y entonces pensé: <<En realidad, es como si mi padre estuviera bajando por la calle hacia mí, tal como siempre imaginé, sólo que ahora yo le veo y él no me ve, será como si pasara un desconocido, ni más ni menos, y está bien que así sea.>>
Yo avanzaba sin dejar de mirarle y cuando estuvimos a un metro el uno del otro, entre docenas de personas, él me vio a mí como yo estaba viéndole y yo seguí calle arriba y él siguió calle abajo. Yo no sonreí y el no sonrió. Yo no moví la cabeza y él no movió la cabeza. Y no me importó, y no me importó que a él no le importara.
Y entonces sucedió aquello; pero no sucedió exactamente igual a como yo lo había imaginado durante tanto tiempo.
Yo iba andando en línea recta, cuando alguien vino corriendo entre la gente hasta situarse a mi lado y al alcanzarme casi gritó:
-¡Papá!
Yo me paré y él me dijo:
-¡Por Dios, papá! Has pasado por mi lado, me has visto y no te has parado. Yo debía estar soñando o algo así, porque no estaba seguro de que fueras tú. Creí que forzosamente debía ser otro. ¿Por qué no te has parado, papá? ¿Por qué no me has dicho nada? ¿Por qué no me has llamado?
-Óyeme, hijo -le dije-. Sí, te he visto; tú ibas a algún sitio y he pensado que no debía pararte, ni llamarte. Ahora sé que vas a algún sitio; de modo que vete ya porque yo también tengo que irme.
No estaba enfadado y él lo sabía y me entendió.
-¿Puedo llamarte al hotel?
-Cuando tú quieras.
Él siguió por la Quinta Avenida abajo y yo por la Quinta Avenida arriba.
Hacía muchos años que yo paraba en el mismo hotel, y él lo sabía, y aquel mismo día, muchas horas después, alrededor de las once de la noche, me llamó y hablamos, y una hora después él fue al hotel y salimos y estuvimos paseando y hablando.
Poco después, salí para Europa; todos los años voy y vengo, y un día, al volver a San Francisco, encontré una carta de alguien de la Universidad estatal de San José, por la que me invitaban a ir allí a hablar. Y de repente me acordé de aquel pedazo de tierra del cementerio de San José y contesté que sí, que iría y me quedaría dos o tres días. Cuando llegué, me fui directamente al cementerio, entré en la oficina y una señora sacó el registro y me dio el número y me dijo cómo podía llegar hasta allí, y yo fui hasta allí y me encontré delante de tu tumba y me quedé mirando la hierba.
Sólo quería estar allí.
Recordé la primera vez que fui, con tu hermano Mihran, el día en que él lloró y yo me reí.
Padre, cuando yo estaba allí, tenía cincuenta y ocho años, mi hijo, veintitrés, tu hermano había muerto el año anterior, a los setenta y siete años, y tus huesos seguían teniendo treinta y seis años. No estoy seguro, no podría jurarlo, pero me parece que entonces me dije, o pensé, o sentí: <<Sí, mi padre está ahí, muerto.>>
Tengo la impresión de que me equivocaba, pero pensé, o dije, o sentí, o creí, algo por el estilo. Pero no tenía pena. Supongo que no la tenía porque tampoco la había tenido cuando era niño y creía que cualquier día te vería subir por una calle, venir hacia mí y llamarme. Esto nunca ocurrió; pero algo ocurrió. Seguramente no significará mucho; pero me ha parecido que haría bien en decirlo, antes de que volviera a olvidarlo.

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