Siempre tuve tendencia a fijarme en las personas que hacían cosas como dibujar o pintar, porque me parecía que utilizaban un lenguaje que no estaba seguro que no fuera mejor que el lenguaje de las palabras.
Si alguien sabía tocar un instrumento musical, me quedaba absolutamente asombrado y rebosante de admiración, aunque el instrumento fuera una armónica de diez centavos y la pieza el Yankee-Doodle.
Lo que pasó es que acabé sintiéndome favorablemente dispuesto a intentar pintar con lápices y pinturas, o a hacer música con cualquier tipo de instrumento que pudiera comprar por una moneda de diez centavos, porque estaba clarísimo que no tenía un dólar para tirar en una armónica Hohner auténtica, por ejemplo, en lugar de una imitación de diez centavos, hecha en alguna fábrica descontrolada donde se hacían imitaciones de cualquier cosa para una venta rápida, un uso rápido y un deterioro rápido.
Los dibujos que hacía con lápices eran agradables de contemplar, sobre todo al día siguiente, cuando ya había olvidado lo que intentaba plasmar.
Las pinturas también eran aceptables cuando me limitaba a hacer animales, casas, caminos y humo, y no intentaba plasmar ideas. Era bastante bueno haciendo pinturas de colores y masas, que es lo que a los niños les gusta hacer, pero una implícita admiración de los adultos por la literalidad les impide hacer.
Todo el mundo sabe que hay todo tipo de artistas aficionados en todas las comunidades del mundo. Son personas que hacen cosas que normalmente no se pueden vender, para las que no existe una medida real con la que valorarlas, y para las que no existe demanda.
En Fresno había un gran artista de esta clase, un joven moreno llamado Sarkís Sumboulián, que utilizaba pluma y tinta oara hacer pinturas de grandes castillos épicos en lo alto de grandes montañas y entre grandes nubes amenazadoras. Y ponía títulos bastante buenos a sus cuadros: Träumerie, por ejemplo. Y claro, alguien preguntaba: «¿Qué quiere decir eso?» Y él constaba: «Träumerie en alemán significa sueño»
Sarkís Sumboulián había dibujado otro de sus sueños. Se lo había inspirado la música de Schubert, pero él mismo en su cabaña de la calle M en el barrio armenio, sentado a la mesa después de comer mientras el resto de la familia leía periódicos o hablaba, lentamente empezó uno de sus dibujos a pluma y tinta, y trabajó sin descanso durante dos o tres horas, hasta que lo terminó. En un lugar adecuado, en el rincón más bajo de la intensa pintura, escribió con finas letras: Träumerie de Sarkís Sumboulián, Fresno, diciembre de 1918.
En aquella època tendría unos veinte años y ya no iba a la escuela. Había un diploma del instituto en la pared de la sala de la casita, y él contribuía a los gastos familiares buscando trabajo en el almacén de embalaje de fruta, en algunos grandes almacenes, o en un despacho, haciendo cosas que cualquiera puede hacer.
Pero era un artista. No era un don nadie.
Terminaba un nuevo dibujo cada semana.
El papel costaba un penique la hoja y venía en blocs de cincuenta, pegados por la parte de arriba: cuando se terminaba un dibujo, se arrancaba la hoja del bloc.
Normalmente, llevaba la pintura directamente a Mihrán, el hermano pequeño de mi padre, y la contemplaban juntos durante un largo rato. Pinturas de órgano, las llamaba yo. De lo más hondo de todas ellas rezumaba el rugido de un lastimoso quejido.
Sarkís Sumboulián sufrió una crisis nerviosa, pero dijeron que se había vuelto loco. A los veinticuatro años, se marchó de la ciudad.
Un día, Mihrán me dijo:
–Está en Londres, Sarkís Sumboulián está en Londres, está pintando cuadros en Londres, me escribió esta carta en armenio.
Y eso fue todo. Nunca supe qué hizo finalmente Sarkís Sumboulián en Londres, o en cualquier parte. Quizá sólo murió.
Cartas desde la Rue Taitbout
William Saroyan
1978
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