martes, 16 de noviembre de 2010

Hovagim Saroyán

William Saroyán

Recuerdo haber dormido una noche en tu viña del lado norte de Fresno, a la que tú nos llevaste, a mi hermano Henry y a mí, en un coche tirado por un caballo viejo. Yá se que la distancia entre nuestra casa, en el número 2226 de San Benito Avenue y tu viña era de sólo casi siete kilómetros, pues últimamente he hecho el viaje varias veces; pero entonces a nosotros nos pareció una distancia mucho mayor.
Henry y yo íbamos sentados detrás, como pasajeros, y tú, arriba, en el pescante. Ninguno hablaba, tal vez porque tu lengua era el armenio y la nuestra el inglés, aunque nosotros también hablábamos armenio; pero a mí me parece que no hablábamos porque estábamos contentos de ir contigo y de ir en coche. A última hora de la tarde de un día de mucho calor, tú fuiste a nuestra casa y le dijiste a nuestra madre:
-Takuhí, deja que me lleve a los chicos al rancho. Iremos a cazar liebres, cenaremos, pondremos unos discos de nuestra tierra y mañana por la mañana te los traeré, antes de ir a la iglesia. No quiero irme solo a casa.
Y mi madre dijo:
-Hovagim, si quieres llevártelos, llévatelos.
De manera que nos fuimos contigo.
Fue en 1917, hace exactamente cincuenta años, quizás en este mismo mes de julio, y tú estabas solo allá en la viña. Tu mujer y tus dos hijos estaban en Bitlis, o por allí cerca, o tal vez lejos, si no habían muerto, si no los habían matado, o no se habían muerto de hambre o de sed durante la larga caminata que, de Bitlis al desierto, tantos habían hecho y en la que tantos habían muerto.
Pero aunque estuvieran vivos tú no sabías nada de ellos. Tal vez los chicos vivieran, pero sin saber quiénes eran, porque eran demasiado pequeños para recordarlo y porque les habían llevado a un orfanato y les habían puesto nombres nuevos.
Yo sabía que tú estabas solo mucho antes de enterarme de lo que había pasado el día en que oí a mi madre contárselo a alguien.
Tú habías venido a América para trabajar, mandar dinero a tu mujer y que ella y tus hijos pudieran venir también; pero las cosas se torcieron. Tú les mandaste dinero y cartas; al principio, tu mujer te contestaba, pero después dejó de escribir. Pasó un año entero y luego otro. Y tú, sin saber qué les había ocurrido. Te lo imaginabas, pero no estabas seguro. En todas partes te veía solo, hasta en el "Café Arax", que siempre estaba lleno de jugadores de cartas. La primera vez que te vi, en la sala de nuestra casa, tomando café, supe que estabas solo. De modo que cuando tú dijiste: "No quiero irme solo a casa", yo supe enseguida a qué te referías, como saben estas cosas los niños, aunque nunca puedan hablar de ellas.
Mientras viajaba en tu coche, camino de tu viña y de tu casita, yo iba pensando qué sería lo que más contribuía a darte aquel aire de soledad, y me dije que debía ser el no tener contigo a tu padre, porque supongo que así es como piensan los niños, partiendo siempre de la realidad de cada cual, de lo que a cada cual le hace sentirse solo. Tu padre y el padre de mi madre eran hermanos, y yo sabía que el padre de mi madre había muerto en Bitlis y al morir le había dicho a la madre de mi madre:
-Saca de aquí a la familia. Marchaos de aquí. Id a cualquier parte; pero no os quedéis aquí más tiempo. Llévatelos a América, si puedes arreglártelas.
Y, naturalmente, ella pudo arreglárselas, aunque no fue fácil; hubo que sobornar con buen oro uno a uno a todos los que manejan los papeles y las estampillas, hubo que pagar el viaje, primero a lomos de caballería para atrvesar por estrechos caminos las altas montañas que hay entre Bitlis y erzerum, donde nació mi hermano Henry en 1905. De Erzerum, fueron a Trebisonda, donde embarcaron hacia Constantinopla y, de allí, a Marsella, donde todos tuvieron que ponerse a trabajar para reunir dinero para el tren que tenía que llevarlos, a través de toda Francia, hasta El Havre, donde nuevamente tuvieron que trabajar hasta que hubo bastante dinero para embarcar en el buque que iba a Nueva York; una travesía larga, allá abajo en la proa, donde cientos de familias guisaban y dormían en el suelo, seguida por aquellas horas de angustia pasadas en Ellis Island. Todos consiguieron el visado de entrada, todos eran "bono" menos Lucy, la madre de mi madre. Uno que manejaba una estampilla dijo que tendría que volver a Bitlis. La familia quedó consternada. Durante varias nadie, nadie podía creer lo que estaba ocurriendo. Todos estaban con el alma en vilo, mientras la abuela, que entonces tenía apenas cuarenta años, les decía:
-No os apuréis. Dios nos tenderá la mano.
Al día siguiente, volvieron a examinarle los ojos, y casi sin darle importancia, como si no importara en absoluto, otro que también manejaba estampilla le selló los papeles y dijo: "Bono." Y la familia no se vio privada de su fuerza, su autoridad, su inteligencia, su sabiduría y su fe.
¿Qué te daba a ti aquel aire de soledad? Yo no dejaba de preguntarme qué nos hacía a todos estar solos, a pesar de que muchos de nosotros estábamos juntos. Creía yo que, por lo menos en parte, tenía la culpa la gente aquella que mandaba, la gente que tenía los papeles, las estampillas, la gente que dictaba las normas y hacía cumplir los reglamentos. Esa gente te asusta. Esa gente te mata.
Cuando por fin, llegamos a tu viña, tú nos llevaste donde estaba la vaca, la ordeñaste y nos diste leche de aquélla. Estaba caliente y no nos pareció mala; pero una hora después, mientras cazábamos, los dos la vomitamos. Vimos una pareja de liebres grandes; pero estaban demasiado lejos para que pudiéramos alcanzarlas. Luego volvimos a tu cabaña y tú nos serviste una buena cena, con tomates rellenos, pimientos, pepinos, pan sin levadura y yogur. Después, en la sala, nos pusiste unos discos armenios en aquel gramófono de cuerda. Era una música hermosa y solemne que hablaba de soledad. A nosotros nos entró sueño y tú nos llevaste a la cama.
Hovagim, cuando me desperté a la mañana siguiente, no podía entender qué estaba haciendo yo en aquel sitio. Olía a tristeza y a soledad. No recordaba dónde estaba; sólo sabía que aquélla no era mi cama ni mi casa. Entonces recordé. Estaba en casa de Hovagim. Me vestí, salí y empecé a comer higos del árbol grande. Luego salió Henry y también comió higos.
-Qué raro dormir en la casa de otro, ¿verdad? -me dijo.
-¿Tú también lo has notado? -le dije yo.
Al poco rato, te vimos venir de la acequía donde habías estado regando la viña y nos dijiste en inglés:
-Vamos a comer, chicos.
Y nos diste té y tortas, o pan tierno con queso blanco, y huevos hervidos y lonchas de buey con mucho perejil y menta, tomates recién cogidos y pepinos cortados a lo largo.
Luego, enganchaste el caballo viejo al coche y volvimos a casa. Eso es todo, Hovagim. Pero fue una de las más grandes experiencias de mi vida. No me preguntes por qué. Lo fue. Creo que por tu amabilidad y por tu aire de soledad. Eso sí, puedo asegurarte que no fue por la leche recién ordeñada; es puro veneno.
Seguí viéndote por la ciudad durante un par de años. Luego, todo fue un recuerdo.
Espero que los dos chicos salieran con vida, aunque perdieran su nombre; porque me parece que con cualquier nombre serían estupendos.

1 comentario:

  1. Hola, gracias por el cuento. Soy Bülent Kale, traductor literaria (desde español al turco) y le escribo desde İzmir, Turquía.
    Yo también quiero publicar este cuento (actualmente estoy traduciendolo en turco) en www.tlaxcala-int.org (en inglésç en español y en turco) y en mi blog personal www.newalaqasaba.wordpress.com en el 24 de abril como la conmemoración. Pero necesita el nombre de traductor y es mejor si usted me indica los datos del libro que extrajó el cuento, nombre de editorial, año de publicación etc.

    Saludos cordiales,
    Bülent Kale
    bulentkale(at)gmail.com

    ResponderEliminar