Se trataba de una niña que cumplía sólo un año. Su primera piñata. Una fiesta que nunca recordará. Esa es una de las nostalgias del ser humano: no hay memoria de nuestros primeros gorjeos. Justo la época en que el resto de la especie nos protege y celebra. No recordamos esa época de oro donde nadie practica bullying con nosotros, ni somos pasto de la envidia, la maledicencia o el chisme. Así de relajada andaba gateando la pequeña Camila. Escasamente le dispensaba atención a los regalos que recibía. Camila no supo de los tequeños, la pizza en cuadritos o las bolitas de carne que circulaban sin descanso. No se enteró del afán del mesonero. Ni del estrés de su papá. En rigor, aún no tenía claro el nombre de su madre. El mundo, mientras lo gateas, es mucho más simple. Más allá, los adultos, en plena conciencia de la realidad, se acercaban a una botella de whisky que presidía la barra con una sensación de éxtasis inédita: ¡Aún existe! ¡Hay whisky! ¡Es 12 años! La piñata ostentaba dos logros notables: 1) No habían estridencias musicales ni payasos perifoneando entusiasmos que pocas veces triunfan. Reinaba el sonido de la voz humana, las risas, los balbuceos infantiles, el apretón de manos. Una límpida celebración. 2) Detalle considerable: la actividad central de los niños era sembrar árboles. Cero colchones inflables. Cero camas elásticas. Solo niños y sus manos abriendo bóvedas en la tierra fresca para esparcir semillas, niños rastrillando surcos, niños colocando abono, niños volcando el primer trago de agua para esas semillas. Ellos no daban crédito: tenían licencia para embarrar sus dedos hasta la gloria. La tierra despedía un olor a novedad.
Al borde de la piscina, los adultos – contaminados de edad, vida y país- desmenuzaban el único tema posible: el caos nacional. En cada conversación los adjetivos respiraban desazón y ansiedad. Especulaciones iban y venían, como si se tratase de un nervioso juego de tenis. Alguien hablaba de colapso inminente. Otro de sacudón. Más allá de exilio urgente. Cuando fui en busca del consabido refill, quedé atascado en una charla dominada por el gracejo de un italiano que, a pesar de tener 40 años en Caracas, estaba atornillado a su acento con una terquedad conmovedora. Discurría sobre la obsesión de los oficialistas por mantenerse en el poder a costa de cualquier descalabro. Recordó un refrán siciliano: “U cumannari é meghiu ro futtiri”. Lo tradujo al italiano universal: “Comandare é meglio che scopare”: Y, finalmente, la sentencia llegó en notable versión criolla: “Mandar es mejor que tirar”.
Quizás en esa frase está resumida la tragedia que hoy encarnamos y que tantos países -en el manuscrito de la historia- han padecido. La misma idea la colgó el controversial ex secretario de estado norteamericano, Henry Kissinger, que muy ducho era sobre el tema: “El poder es el mayor de los afrodisíacos”. Supongo que si algunos líderes del chavismo pasaran sus ojos por estas líneas asentirían en el acto, con una risotada de aprobación y dentera. Tal vez Chávez hubiera agregado su fe de errata: “Mandar es mejor que vivir”.
El hecho es que estamos atascados – un país entero- en el pantano de los adictos al poder. No saben de economía. Trastabillan sobre asuntos de minería y petróleo. Se saben incompetentes para la gerencia pública. Se electrocutan de ignorancia ante los problemas de energía eléctrica. Intercambian los cargos. Maquillan noticias. Encarcelan a los reporteros gráficos. Culpan al que no gobierna. Sobrevendrá el caos, pero jamás abandonarán su droga. El poder es la cocaína más apetitosa del mundo.
Lo más rudo era el contraste: mientras los adultos rumiaban la zozobra de un país desvalijado de futuro, cinco metros más allá, los niños sembraban el destino de unas semillas de menta, albahaca y cebollín.
Aquí todo el mundo tiene su episodio. El dueño de la casa donde la piñata transcurría me narró minuciosamente la situación que debió sortear para estar allí, en la serenidad de ese jardín donde su nieta gateaba. Dos años atrás, a sus suegros los visitó la muerte. Primero el esposo. Luego ella. Pocos meses de diferencia. El hijo que allí quedaba no soportó la pesadumbre y un día salió por la puerta, pasó doble llave y se fue. En la nevera quedaron una jarra con jugo de naranja, 250 gramos de queso paisa, media docena de huevos, una bandeja de jamón, papas, cebolla, algo de zanahoria. Como quien va a volver en pocas horas. Pero no pudo. Fue a buscar valor a algún lado. Y se tardó demasiado.
Cuando quiso volver, entendió que en este país el luto no puede andar con regodeos. La llave no encajaba en la cerradura. Peor aún, un carro ajeno ocupaba su garaje. Más allá, ondeaba una hamaca desconocida. Era inobjetable: su casa había sido invadida. Algún vecino se lo había advertido y él no terminaba de creerlo. Rondó la casa durante varios días hasta que una tarde vio llegar al furtivo inquilino. Lo abordó, lo interrogó, lo inquirió. Qué hacía en la casa de sus padres. El hombre, de notable desaliño, le mostró un documento de propiedad a su nombre. Una argucia legal que lo dejó mudo. Los invasores suelen estar bien asesorados. Habló con sus abogados y entendió que el litigio podía durar años y el resultado ser adverso. Entonces optó por devolverle la jugada al usurpador. Un sábado digno de playa llegó con un cerrajero y una troupé de amigos y familiares. Cortó candados. Puso otros. Cambió cerraduras. Estrenó llaves. Y luego de un largo recorrido de estupor ante tanto trasto ajeno y tanta propiedad hurtada, se quedó a vivir en su viejo espacio donde tantas veces fue hijo, adolescente y adulto. Era su casa de toda la vida. El invasor lo llamó. Quiso negociar. Pidió 200.000 mil Bs. la primera semana. Luego 50.000 mil Bs. y finalmente, ya resignado, en la tercera semana urgía 5.000 mil Bs. El dueño tuvo el arresto de decirle que él con invasores no negociaba. Durante un mes la residencia fue torpedeada por llamadas, amenazas y latas de atún que hicieron estallar todos los vidrios. Se quedó sin ventanas, pero con casa. Una verdadera batalla de resistencia.
En eso andan muchos venezolanos, resistiendo, a pesar de tanto ultraje y anarquía. A pesar de la piñata de dinero que llueve sobre tantos marxistas de nuevo cuño y la severa cirugía ideológica ocurrida en las aves de rapiña de siempre. Mientras tanto, el país se nos va por el desagüe.
Días atrás me tocó viajar a Maracaibo. Ya sabemos que la expresión “era un viaje relámpago” entró en desuso. O en todo caso, sirve para asomar un chiste cruel. El viaje era de 24 horas. Salir a las 9 de la mañana para un evento que se realizaría a las 8 de la noche no sirvió de mucho. Una vez más, el desastre de las líneas aéreas nacionales se encargó de que un vuelo que dura 50 minutos terminara ocupando 11 horas de mi vida. Éramos una multitud cansada, humillada. El empleado de la aerolínea razonó el caos: “De una flota de 17 aviones, solo 4 están volando. El resto está esperando la asignación de dólares para ser reparados, comprar repuestos, equipos, provisiones”. El dólar se ha convertido en nuestro patíbulo. Allí todo desemboca: el pan de jamón, los remedios, un par de zapatos, juguetes. “A este país le quedó grande la letra del himno nacional”, gruñó un pasajero recordando la primera frase de la canción patria: “Gloria al bravo pueblo“. Todos los pasajeros nos convertimos en un callado rictus de vergüenza.
Creo que el nuevo Viceministerio haría mucho por mi Felicidad Suprema si lograra que el señor Maduro viajara durante un mes entero, como cualquier venezolano promedio, a través de los aeropuertos nacionales. Lo quiero ver oyendo que su vuelo aún no tiene hora de salida, corriendo de una puerta de embarque a la otra, buscando dónde sentarse para esperar 6 horas, perdiendo su cita con Arias Cárdenas, luchando con 20 pasajeros por un enchufe donde cargar su celular, sentado en el suelo, comiendo mal, con el coxis astillado, allí, junticos, él, Pérez Pirela y etcéteras del cinismo revolucionario. La solicitud ha sido formulada, señor Viceministro de la Felicidad. Pendiente quedo.
Ya en Maracaibo, luego del evento, un simpatiquísimo maracucho (perdonen la redundancia) me invitó a comer. El reloj rayaba la medianoche. Me asomó una lista de manjares altisonantes y retadores: agüita de sapo, patacones y tumbarranchos. Era un hombre de una barriga prominente. Contó que había sufrido un infarto y cuatro paros respiratorios. Yo aun no entendía cómo alguien, con tamaño prontuario en su salud, nos conducía hacia los explosivos comederos de la calle 67. Nos explicó que era atleta: practicaba full contact, skating y nado sincronizado. Todos observamos su monumental abdomen. Hizo la aclaratoria: “Lo que pasa es que a mí me echaron mal de ojo en la barriga”.
Carcajadas aparte, su salida resultó un ejemplo de cómo aquí todos escamoteamos nuestras responsabilidades. El gobierno suele ser muy prolijo al respecto. Le falta decir que a este país le echó mal de ojo un apátrida “pelucón” con poderes especiales cultivados en un sótano de la Casa Blanca. Que los apagones, el desabastecimiento, la brutal inflación, las protestas y los muertos de la inseguridad son un gigantesco mal de ojo patrocinado por la trilogía del mal. Basta hacerse el loco. Transferir responsabilidades. Aquí millones de personas sucumbieron de emoción ante un teniente coronel que asumió la culpa de un golpe de estado fracasado. Lo convirtieron en héroe. Más nunca volvió a asumir ninguna culpa. Ni él ni sus herederos.
Frente a los ojos de los venezolanos se balancea una gigantesca piñata de petróleo desde la aparición del Zumaque 1 en Mene Grande, hace 99 años. Los invitados al festín de dólares que genera el oro negro siempre han sido muy pocos. Hoy la rebatiña continúa, solo que los convidados no son los mismos. Ahora acostumbran vestir una franela roja, con unos ojos pintados en ella. Unos ojos que, según sus fanáticos, eran dueños del futuro. Pero tales ojos sólo veían esa adictiva golosina que es el poder. Eso es hoy lo único que importa, mientras una madre anónima compra por 10 Bs. dos cucharadas de leche en polvo en un rincón fangoso de la patria.
Leonardo Padrón
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