Rubén Monasterios
En tiempos de la Colonia los pedos comenzaron a considerarse actos de mala educación en la alta sociedad de Caracas; sin embargo, el flato seguía presente en el organismo humano, obviamente… ¡Porque el peo es como Dios, intangible, pero eterno y omnipresente!; al respecto, viene al caso citar los siguientes versos de Lope de Vega; es un parlamento de su comedia La dama boba, eliminado por los censores de tiempos más recientes:
¡Seamos hombres, o gentiles damas
niños, adultos, ancianos o ancianas;
Seamos bellos, o esperpentos feos
todos, sin excepción, largamos peos!
Y ese prodigioso fenómeno fisiológico ocurre al menos trece veces al día. Siendo, pues, inevitable la expulsión de los pedos, las damas mantuanas siempre andaban en compañía de una pequeña esclava, a la que atribuían los vientos largados por ellas; además, para poner en evidencia su reprobación del gesto, le daban unos pescozones por la indecencia.
De ahí viene la expresión “paga peos”.
Al pueblo llano, en cambio, no le inquietaban las flatulencias; en Venezuela, hasta principios del siglo diecinueve, la gente común seguía la sana práctica de orinar, defecar, largar flatos y fornicar en los teatros; no obstante, en 1834 la municipalidad de Caracas promulgó un fatídico Reglamento de Policía del Teatro que prohibió tales conductas, so pena de cárcel y multas. Los empresarios, en oposición a esa ordenanza, alegaron que coartaba la libertad del soberano; que no había razón para privar al público del precioso derecho de ponerse el sombrero, fumar tabaco, pearse y mear donde se le antojase, cosa que no estaba prohibida ni a los perros; y que si las señoras no querían ver ni oler, que cerraran los ojos y se taparan las narices. Ese decreto represor de la libertad hasta el día de hoy no ha sido derogado.
Lamentablemente, en el marco de la civilización occidental moderna el pedo es una indecencia, y no faltan quienes, sin fundamento científico alguno, lo consideren un factor de contaminación ambiental; alegan los Verdes que si bien, individualmente apreciada, la producción de gas intestinal es una cantidad insignificante: unos seiscientos mililitros/día, según lo reseñamos antes, multiplicada por los siete mil millones de almas de la humanidad íntegra, arroja un volumen monumental de tres mil novecientos millones de litros al día, una masa apestosa y letal que impregna la atmósfera; y eso sin tomar en cuenta a los animales, en especial los herbívoros. Razón suficiente –dicen los promotores de la idea– para entender lo absurdo de la frase que decimos corrientemente: “Voy a salir de casa a coger un poco de aire fresco”.
Atribuyen aterradores efectos a la concentración cada vez mayor de gases intestinales en la atmósfera, desde su influencia en el aumento del tamaño del agujero en la capa de ozono, hasta la incidencia alarmante del cáncer y otras diversas enfermedades respiratorias y cerebrales. Con el crecimiento en progresión geométrica de la población mundial, esa concentración alcanzará su nivel crítico en la primera mitad del siglo veintiuno, y entonces todos moriremos ahogados en la masa pútrida; la humanidad se extinguirá, como ocurrió con los dinosaurios. El argumento apocalíptico es del todo falaz; se desploma al no tomar en cuenta la sutil naturaleza de la flatulencia, cuyo efecto es su rápida disolución en la atmósfera del planeta; puede, en consecuencia, la humanidad seguir peándose en paz por toda la eternidad.
La tendencia antiflatuléntica radicalizada con la Revolución Francesa, y todavía hoy propugnada por educadores y movimientos ecologistas, en realidad empieza a cobrar forma en Europa a mediados del s. XV, muy probablemente debido a la influencia de la obra del humanista Erasmo de Rotterdam, el ensayista de temas cívicos más popular en la Europa de esa época. Fue Erasmo uno de los acérrimos enemigos de las ventosidades; las condenó en su tratado De civilitate morum puerilium (1528), dedicado al entrenamiento social de los párvulos; ahí acuña la frase “una tos para tapar un pedo”, convertida en aforismo universal que hace mofa de los ridículos esfuerzos de la gente por disimular lo inocultable. “No es socialmente admisible valerse de triquiñuelas, como toser, mover la silla, mirar desaprobatoriamente al perro, como culpabilizándolo, o hacerse el loco para disimular un cuesco; es imposible, porque si no suena, hiede, y con harta frecuencia hace las dos cosas”; –afirma Erasmo, ya continuación incurre en la siguiente insensatez– “en aras de la civilidad, lo que debe hacer el niño bien educado es retener los gases comprimiendo el vientre para no ofender a las personas presentes”.
Erasmo sentó la pauta continuada por todos los demás autores de manuales de urbanidad y buenas costumbres del mundo; entre ellos, el venezolano Manuel Antonio Carreño, autor del más conocido de esos textos didácticos, de enorme influencia en la educación de los niños de América en el siglo diecinueve. Sin lugar a dudas, Carreño es uno de los principales culpables de la repugnancia por los flatos.
Tanto como detractores, también siempre ha habido campeones del pedo. El genial Honorato de Balzac declaró una vez que él era tan famoso, que podía permitirse cualquier cosa en sociedad, incluso tirarse un peo, y la gente lo toleraría y hasta lo festejaría.
Camilo José Cela llegó más allá y llevó a la práctica lo dicho por Balzac como una simple suposición; Cela se peaba en cualquier parte con el mayor desparpajo, alegando que reprimir las ventosidades intestinales ocasiona daño cerebral.
Una de las mejores anécdotas suyas gira en torno a un cuesco…
Estando sentado en un banquete al lado de una dama que le caía muy mal, el Premio Nobel se tira un sonoro pedo; a continuación le dice a la señora, a media voz, pero lo suficientemente alto como para ser escuchado por los comensales del entorno: “No se preocupe, señora, diremos que he sido yo”.
(Continuará)...
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