El 21 de diciembre de 1989 Nicolás Ceaucesco se dirigió al pueblo rumano. Lo hizo, como era habitual, en la Plaza de la Revolución de Bucarest. Todos los medios de comunicación transmitieron en vivo la alocución presidencial. Fue una “cadena nacional de radio y de televisión” a la rumana. A pesar de la lacerante escasez de alimentos y del racionamiento severo de servicios básicos como la luz, el agua y el gas, Ceaucesco alabó las bondades de la economía socialista. Hizo una oda a los ideales marxistas y a los logros de justicia de su revolución.
Pero aquel día las cosas no ocurrieron según el libreto. Los rumanos decidieron abandonar la realidad paralela en la cual estaban inmersos. Renunciaron a vivir en la mentira. Dieron la espalda a la doble vida y se acabó la esquizofrenia. Inesperadamente, la muchedumbre abucheó a Ceaucesco. El Rey del Comunismo, de verbo encantador y gestos invencibles, lució indefenso ante la avalancha de descontento. Su rostro sobrecogido penetró cada rincón de Rumania. Acto seguido el palacio presidencial fue ocupado. Cuatro días después, el 25 de diciembre de 1989, se derramaría la única sangre que fue derramada luego de la caída del muro de Berlín: Nicolás Ceaucesco fue fusilado junto a su esposa Elena. El comunismo rumano finalizaba de mala manera.
El abucheo del pueblo rumano muestra una gran verdad de la filosofía política. Todo régimen –justo o injusto– se sostiene por el consentimiento de los gobernados/oprimidos. Es el principio que Locke denominó Government by consent. En una democracia verdadera la mayoría de la población consiente, por lo general, a través del voto, cuyo contenido y valor es respetado escrupulosamente. En una autocracia la mayoría de la población consiente por adhesión al autócrata, bien sea por conexión afectiva o por temor/omisión. La imposición de una autocracia siempre encuentra un correlato permisivo por parte de la mayoría de quienes la sufren. Por eso Hannah Arendt no dudaba en señalar que los totalitarismos gozan de altísimos niveles de aceptación hasta el mismísimo momento en que se derrumban…
Tales derrumbes suelen tener puntos de inicio bien definidos. La historia enseña que los pueblos se cansan y gritan a las autocracias: “¡basta!”. Entonces se incoa un proceso de lucha decidida por la libertad. El brillo de la verdad y de la justicia comienza a iluminar las conciencias y las aspiraciones de la gente, y la sociedad se desintoxica del virus totalitario. Y eso es, precisamente, lo que está pasando en Venezuela. Hay un descontento generalizado que es inocultable y se transforma en energías para el cambio. Presenciamos la quiebra del consentimiento político que antes hacía ver como invulnerable a la revolución bolivariana. No solo se trata de los miles de venezolanos que valientemente están en las calles ejerciendo su derecho constitucional a la protesta, sino también de esa otra parte del país que se mantiene en silente expectación y que no sale aún a las calles por miedo a la brutal represión del régimen, a las balas inescrupulosas de los colectivos armados. La mala noticia para Maduro, Cabello y el castro-comunismo es que el abucheo criollo ya estalló y la libertad, si seguimos luchando, parece estar cerca.
Juan Miguel Matheus Fernández
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