Vivimos sin sentir el país bajo nuestros pies, nuestras voces a diez pasos no se oyen.
Y cuando osamos hablar a medias,
al montañés del Kremlin siempre evocamos.
Sus gordos dedos son sebosos gusanos y sus seguras palabras, pesadas pesas.
De su mostacho se burlan las cucarachas, y relucen las cañas de sus botas.
Una taifa de pescozudos jefes le rodea, con los hombrecillos juega a los favores: uno silba, otro maúlla, un tercero gime. y sólo él parlotea y a todos, a golpes, un decreto tras otro, como herraduras, clava: en la ingle, en la frente, en la ceja, en el ojo.
Y cada ejecución es una dicha para el recio pecho del oseta.
Osip Mandelstam
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