domingo, 1 de diciembre de 2013

Armenia: el destino es lo de menos

No es que el extranjero se pierda con frecuencia: a menudo los armenios tampoco saben a dónde irán a parar, pero su optimismo circulatorio les lanza a la aventura. Yo, que en el fondo soy muy armenia, disfruto de estas situaciones

 

“Y si te llevo por un camino equivocado, es porque tú

así me lo has pedido desde el principio”

Armenia, Henrik Nordbrandt

Las primeras gotas de un ensayo de diluvio humedecen una pequeña aldea armenia. Caminamos con la convicción de llegar a Ambert, una fortaleza levantada en el siglo séptimo. Da igual: caminamos. Suele ocurrir que en Armenia importa menos el destino que el trayecto y la distancia, por corta que sea en un país que los mapas prometen pequeño, siempre deviene eterna. Aquí las indicaciones son contingentes. No es que el extranjero se pierda con frecuencia: a menudo los armenios tampoco saben a dónde irán a parar, pero su optimismo circulatorio les lanza a la aventura. Tampoco es una percepción precipitada. Desde que vivo aquí hay un momento común a todos mis viajes dentro del país que sucede, como mínimo, una vez.

El conductor realiza extrañas paradas. Duran poco. Nadie dice nada. A veces se hacen con la finalidad o la excusa de comprar vino casero si estás en el sur o frutas del bosque si estás en norte. A veces se hacen para nada. Seguimos. El conductor avista una o varias personas. Para de nuevo. Pregunta. Si la suerte deja que los primeros interrogados conozcan el itinerario, el conductor busca un lugar en el que cambia de sentido y deshace camino. Los europeos procedentes de la Europa occidental, que a menudo tienen prisa hasta cuando están de vacaciones, suelen reaccionar con enfados, a veces monumentales, tan absurdos que alguno ha preferido abandonar el vehículo alguna vez. Yo, que en el fondo soy muy armenia, disfruto de estas situaciones y valoro más el lugar anhelado durante tantas horas. Las veces que llego, claro.

Henrik Norbrandt dedicó un poemario a Armenia. Sus versos eran un una declaración de amor a un país olvidado por Occidente y por la Historia. El poeta levantó tres muros:
“Uno para que te encuentres con tu sombra/ y otro para que te muestre el camino: el tercero no lo descubrirás/ hasta que llegues”. Y en ese mismo poema hablaba de los caminos equivocados en los que poco importa perderse y que hasta se eligen.

*     *     *

En la aldea, unos niños que juegan en un parque nos indican el camino a seguir mientras una ternera, a la que empiezan a asomarle los cuernos, me mira fijamente a los ojos, cruza la carretera y se sitúa al inicio de un camino vuelta hacia nosotros. Y lo cierto es que los chavales nos han indicado la misma dirección en la que el animal comienza a caminar cuando cruzamos la carretera.

—La pequeña vaca será nuestra guía. ¡Seguidla! –digo, con una chaqueta vaquera sobre la cabeza.

Uno de los niños nos acompaña hasta una tienda. La ternera se queda a mitad de camino. Al llegar, unos salen a nuestro encuentro; otros observan tras el cristal. Un hombre de pelo blanco, camisa clara y un cigarrillo que parece que no se va a consumir nunca nos dice que deshagamos camino, que no debimos abandonar el que llevábamos. “Tres kilómetros”, dice. Cuando te pierdes en Armenia y preguntas a una persona dónde está el lugar que buscas, en unos segundos has creado una asamblea popular y, cuando te marchas, si te giras, puedes ver cómo todavía discuten para averiguar cuál ha dado la indicación adecuada. No importa cuánto te hayas alejado de ellos ni lo poco que entiendas del idioma armenio: sabes lo que discuten por sus gestos e intuyes la intensidad del parlamento en base al número de cigarrillos que se agitan sobre sus cabezas. Con las mujeres es difícil, porque ellas no fuman en la calle. Fumar al aire libre no es cosa de mujeres decentes en estas latitudes.

Llueve, pero todavía podemos seguir mojándonos durante tres kilómetros. O eso creemos. Empiezo a contar los pasos para no pensar en la lluvia y para olvidar que las distancias a pie siempre resultan más largas de lo que te prometen. Mientras volvemos al camino que habíamos abandonado vemos que la ternera sigue donde se quedó. Nos mira con esa expresión tan bovina: indiferente pero fija. Si las vacas hablasen, ésta diría ahora “ya os lo dije yo, humanos”.
 

Un matrimonio que se dedica a esperar por turnos

 

La velocidad de nuestros pasos parece marcar la intensidad de la lluvia. Cascadas cabreadas bajo el puente que pisamos enfatizan la sensación olvidada de que nos estamos empapando y hemos de parar. ¿Dónde? Encontramos uno de esos camiones Lada convertidos en casa, tan comunes en Armenia, y aparece un hombre risueño con los sacrosantos dientes de oro, y otros tantos de menos, que nos ofrece refugio.

Una pequeña estufa con forma de silla infantil en la que hierve el café. Dos camas viejas. Un pantalón negro extendido sobre una de ellas. Baldosas apiladas en un rincón. Paredes uniformes: a veces verde, a veces granate, a veces pedazos de papel con estampados antiguos que parecen arrancados a jirones durante un ataque de cólera. Una cortina de flores descoloridas  parcialmente recogida. Una radio antigua estampada de mariposas. Una televisión que emite tonos ochenteros. Ventanas que no dejan ver nada; por las que se intuye un verde y una lluvia que no acaban. No importa la presencia, importa la función. Nada sobra y nada falta. Cuatro metros por dos. Suficiente.

Él

Hushik nos ofrece un café y con sus manos regordetas corta enormes pedazos de queso casero. Dice que no vive aquí, que sólo es su lugar de trabajo y que su casa está en Yereván. Semana sí, semana no, trabaja de manera ininterrumpida. Su trabajo es sencillo: sólo tiene que levantar una barrera para franquear el paso a los coches que quieren llegar a Ambert, principalmente turistas y, como él mismo dice, son más bien pocos. Pero ha de estar alerta día y noche. Su trabajo, en realidad, consiste en esperar.

Nombre: Hushik.

Residencia: la Nada.

Ocupación: esperador.  

Jornada laboral: tantas horas como tarda la tierra en girar sobre sí misma siete veces seguidas.

—¿Tiene hijos?

—Tengo tres nietos. Viven en Yereván –dice mostrando tres dedos con orgullo de abuelo. Su expresión me devuelve la forma de entender la vida de Pavel, un invidente molokan que nos acogió en Fioletovo, una de las últimas aldeas de molokans en Armenia. Decía Pavel: “la vida sólo cobra sentido cuando te conviertes en abuelo y bisabuelo”.

En Armenia casi todo es posible, pero tener nietos sin haber tenido hijos antes es algo que todavía no ha ocurrido. Creo. Al final Hushik dice que tiene dos hijos, hombres, porque insisto en que algo no cuadra. Todo ello sin abandonar una sonrisa que le achina sus ojos pequeños y deja al descubierto el oro que le remata las encías.

Ella

Cuando la jornada de una semana sin descanso termina es el turno de su mujer, que esta semana está en Yereván y que el próximo lunes sustituirá a su marido.

—¿Ella sola? ¿Aquí? –pregunto. Y a nadie más extraña.

—¿Y por qué no?

Armenia es un lugar seguro y una abuela caucásica viviendo sola en la montaña, custodiando una valla día y noche, no corre ningún tipo de peligro.

Abandonamos la idea de llegar a Ambert cuando la lluvia aprieta y Hushik nos dice que no faltan tres kilómetros, sino muchos más. La carretera se ha convertido en un torrente que salvamos corriendo en zigzag mientras Hushik permanece en la puerta de su camión-casa-oficina sin dejar de agitar la mano, dando una imagen de triste despedida. Encontrar a Hushik ha sido más interesante de lo que nunca será una fortaleza medieval.

*     *     *

 

Mientras decidimos si llamamos a un taxi o esperamos al próximo autobús, nos refugiamos en una pequeña tienda forrada de carteles publicitarios desgastados por el sol en la que un niño de ojos azules y mallas de niña me reta constantemente a jugar a los pájaros tímidos mientras su hermano permanece a su lado, con una serenidad impropia de un niño de unos cuatro años, como si no existiese. Digo cucú porque todavía no sé que aquí se dice chik. Él me entiende y desaparece. Su madre, tan despeinada como triste, hace de escudo y se esfuerza por sonreír cada vez que miro al niño. Es una sonrisa que no ríe. Es como dar las gracias cuando ya no quieres hablar. En la tienda sólo hay galletas de varios tipos, dulces y saladas; café, dos cajas de caramelos casi vacías, unos veinte huevos, leche embotellada o más bien un líquido semitransparente con un poso blanco por el que ya nadie pagaría y un precio escrito: 100 drams. Y tabaco, mucho tabaco. Una tele vieja retransmite un programa distorsionado en blanco y negro. Habla una señora con unas ojeras que buscan el suelo.

 

Esperamos un taxi.

—Pero somos seis, ¿creéis que el taxista nos aceptará?

—Estamos en Armenia –dice una oriunda.

Llegamos a Yereván en un Mercedes de ventanas negras, algo habitual que me pone un poco nerviosa cuando soy peatón, porque nunca veo la cara de quien está a punto de atropellarme, pero que viene muy bien para disimular este tipo de situaciones en las que una persona acaba tumbada sobre cuatro para completar el tetris humano y que, por otro lado, poco creo que importen a la policía si te pilla con 3.000 drams a mano.

—Y aquí está [el lago] Sevan –dice el taxista, señalando la carretera y relajado en pleno atasco, mientras Yereván se convierte en una piscina de agua embarrada que imita al mar en un país sin playas.

*     *     *

 

Creí que al llegar a casa el día ya no tendría nada más que ofrecer. Pero unos nudillos golpean la puerta con insistencia. Al otro lado, un hombre con boina gris, gabardina a juego y bastón, me recibe con lo que bien podría ser un recital poético particular, una maldición o una predicción apocalíptica que vendría a recordar que “estamos en los últimos días”, como aseguraba la pareja de testigos de Jehová que me visitó hace un par de días. Sea lo que sea, lo dice con efusión y acompañado de un tic en el ojo izquierdo mientras afuera el cielo se hace pedazos. Cuando trato de intervenir, me corta en seco, clava el bastón en el suelo, da media vuelta con mucha ceremonia aireando la parte trasera de su gabardina como lo haría una folclórica con bata de cola y, mostrando un cogote de polluelo, se dirige a la siguiente puerta.

Está todo dicho. Sea lo que sea. Ahora la testigo de Jehová a la que nadie escucha soy yo y estoy al otro lado de la puerta. No me deja opción. No le importa lo que piense de su recital o lo que sea su performance. Pero no se ha desnudado. Que es lo que más temo cuando abro la puerta y me recibe alguien con una gabardina.

 

Virginia Mendoza Benavente es periodista y antropóloga.
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