Por Tamoa Calzadilla
Ciudad de Panamá.- Atrás quedaron los días en los que llegaban clientes curiosos a la barra “¿Y cómo es un cachito?” “¿Qué trae una empanada?”. Roberto Arias se fajaba. “Están rellenos, salados, pero dulces, en medialuna”… pruébalos. Ya no. Este miércoles de julio a las 9 de la mañana, se da el lujo de salir de su puesto en la caja registradora a atender la visita en una de las 10 mesas que dispuso en su panadería “Los venezolanos”, ubicada en Vía Argentina, Los Cangrejos, en Ciudad de Panamá, desde hace ocho años. Chama, pana, bróder, “epa qué majn”. “Dame dos de cazón, ahí”. El movimiento no cesa. El calor se afinca por encima de los 30 grados. A esa hora es preferible la parte de adentro, bajo el sosiego del aire acondicionado. Pabellón, carne mechada, jugos. Pero no solo por eso es un reducto de Venezuela en ese hogar prestado que es Panamá para muchos. Hay banderas tricolor, un cuatro y afiches de Norkys Batista, humoristas criollos, salseros que están de paso por la ciudad y son referencia obligada en esas cuatro paredes donde se está cerrando un negocio en la mesa uno. Uno de los hombres se levanta y se acerca a Roberto con un apretón “él también es de Caracas. Va y viene”.
II
Los venezolanos han llegado como una oleada avasallante a Ciudad de Panamá y en menos de cinco años modificaron hábitos de consumo e impactaron algunos rubros de la economía de manera invasiva. Les reprochan que ponen propina adicional en las mesas, cuando ya está incluido el 7% del servicio; también que aumentaran el pago del servicio doméstico. Una clase media profesional se abre espacios en puestos laborales importantes y un “nuevoriquismo” creciente compra excéntricos apartamentos y oficinas frente al mar. Llegaron a hacer negocios y surfean en la expansión financiera y comercial, en esa suerte de paraíso fiscal. La urbe es un contraste de un cuidado casco viejo, con adoquines y edificios bajos, y una fila de apiñados rascacielos, entre los que destacan el famoso edificio Trump y el atornillado BBA. Es una ciudad que fue cocinada a fuego alto, con centros comerciales y emporios que cinco años atrás eran un terraplén.
III
A pesar de su nombre, Mike Brokker es venezolano y lleva 18 años en el país de Rubén Blades y Mano e´ piedra Durán. “Yo he visto de todo, vi a los gringos irse y a los venezolanos llegar”. Dos movimientos migratorios importantes para los habitantes, que disfrutan y padecen la nueva “invasión”. Brokker tiene una posada, está contento, y ya no tan solo. Entre un café y otro, con amigos coterráneos que se comen un pabellón, se atreve a comentar que no todo es tan bueno: “los venezolanos trajeron la ‘coima’ en todas partes, que es como le dicen aquí a los sobornos, los ‘peajes’, la ´matraca.´ Existía la corrupción, pero aquí el venezolano acostumbró al policía de tránsito a meterle unos dólares en el pasaporte que le presentaba, para salirle al paso a una multa”.
IV
La puerta se abre de sopetón y una mujer rubia saluda afectuosamente a Roberto, cruzan unas palabras, le despacha unas arepas y él le desea suerte. Él, que se graduó en el caraqueño Instituto Europeo del Pan (Iepan) y que estudió el mercado panameño durante 3 años; él, que se lanzó a la aventura en 2008 con un par de socios y luego compró sus partes, terminó por cambiar algunas cosas de su idea inicial: no vende charcutería, “porque no hay manera de cambiar la cultura panameña de hacerlo en el supermercado” y ofrecer arepas. “La gente asocia a Venezuela con las arepas y a la tercera vez que me preguntaron empezamos a hacerlas y no hemos parado”.
Al principio 85% era público venezolano el que se asomaba al mostrador atraído por el olor de la nostalgia. El otro 15% eran panameños y extranjeros con paladar aventurero. “Hoy en día la relación es 65%-35%”.
Dos mesas más allá, la rubia cierra negocios por teléfono, también en “criollo”. Guarda prolíficas historias de coterráneos que compran hasta 3 apartamentos en efectivo. Han hecho mucho dinero en estos últimos 15 años.
En 2008 y 2009, adquirían viviendas con cupos Cadivi de viajero. “Se traían a toda la familia y raspaban ese tarjetero”, confiesa alguno que pasó solo a saludar por el local. Es de los que por ahora va y viene, mientras da el paso definitivo de emigración.
V
Las cifras calculan unos 150 mil paisanos en Panamá. Hay restaurantes en el casco viejo de comida típica panameña cuyos dueños ¿son? Exacto: venezolanos. Hubo una “calle del hambre” que sorprendió las costumbres centroamericanas, pero actualmente se está reubicando. Está el cartelón amarillo con azul profundo de Daka, la empresa perseguida en plena jornada gubernamental de rebajas, a finales de 2013. “Aquí hay más de 200 bancos, yo hice estudio de mercado antes de venir, hay hasta uno chino, y por supuesto, venezolanos como Banesco”, suelta Roberto, mientras detrás de él, las empleadas atienden con destreza el “hueco” que deja en la barra por minutos. “Todos mis empleados son panameños, todas las cocineras hacen empanadas, cachitos y arepas, hay una que está conmigo desde el principio”.
VI
Debajo del mostrador hay periódicos y muchos volantes de todo tipo. Ahí se consiguen ofertas, opciones teatrales, alquileres… “¡Coño, hermano! ¿Cómo está la vaina? tengo algo para ti”. La panadería es también una suerte de oficina de empleos, “me acaban de decir de un trabajo para fotógrafo, de 1.500 dólares mensuales”, comenta el periodista venezolano José Antonio Gil, quien cubre internacionales en “La estrella de Panamá”. Claro, hay alquileres que te pueden costar eso y más en zonas céntricas. Para pagar la mitad, hay que buscar en las afueras.
Mónica Giugni, dueña del portal www.venezuelapana.com, se incorpora a una mesa. Vivía en La Trinidad y trabajaba en un negocio familiar cuando un panameño radicado en España la flechó por chat. Tuvieron un hijo y se fueron a Panamá a probar suerte, “me gustaba saber que era un país que estaba en crecimiento y que se ganaba en dólares”. Hoy en día vive sola con su hijo panameño y se convirtió en pieza fundamental en los eventos y conexiones de paisanos. “Me dio una depre, me hacía falta mi gente y decidí crear el portal, ahora conozco a todo el mundo, suelo ayudar gente”. Le suena el teléfono y se extravía un rato en términos legales y consejos. “Me llaman por la página para preguntarme sobre estatus legal, procesos de migración, consultas de visados y todo”.
VII
“Paz”, “tranquilidad”, “seguridad”, sueltan de buenas a primera los venezolanos desde este reducto del continente americano, como respuesta a lo que consiguieron al llegar. “La familia”, “El Ávila”, “los panas”, se les antoja cuando responden por lo que dejaron. “Estamos mejor”, esleit motiv en la conversación. Sin ambages, con gestos que buscan bien adentro de lo que sienten y piensan. Sin embargo, de los más de 10 consultados, solo una dice que no quiere volver. El resto, aunque no le pone fecha, lo apunta en las ganas. “Claro uno siempre quiere volver, ojalá algún día pueda volver y estar bien en mi país”, acuña Roberto, quien no ha dejado de saludar clientes y atender un par de urgencias.
Atrás dejó su apartamento en La Candelaria y aquella Venezuela tan convulsa de 2002, cuando pensó en emigrar por primera vez, un año después de pisar Panamá por pocos días. Dejó su empleo en institución oficial, donde empezaba una cacería de brujas contra quienes no pensaban en rojo.
VIII
El taxista que conduce al aeropuerto internacional Tocumén reconoce el acento. “Tengo varios clientes venezolanos, fijos. son bien ‘chéveres”, bromea. A través de los traslados y sus propias teorías, la “invasión” comenzó a sentirla 5 años atrás. “Mientras vengan a dar trabajo está bien. Aquí les llamamos ‘los vale’ porque usan esa expresión para todo. La expresión nuestra que más se les parece es ¡Vaya a la vida!”. Empieza a escucharse en las escuelas y calles “¡Vaya a la vida vale!”; y por supuesto, una mentada bien puesta y a elevado volumen.
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