miércoles, 28 de agosto de 2019

Estado y nación

La solución más boba y manida para salir de aprietos es acudir al cómodo recurso del doble registro: hay un nacionalismo bueno, y otro, malo. Ejemplos, no menos tontos y usados: buenos son los nacionalismos africanos, asiáticos, latinoamericanos, y malo, malísimo, es el nacionalismo alemán o el japonés. O el norteamericano, que recibe el feo nombre de imperialismo. Ojalá el mundo fuera tan simple como quieren siempre los maniqueos. De cerca, las cosas se complican.

Primero fue el Estado; luego la nación. Y de ahí el monstruo: naciones-estado. El Estado, lo más antiguo, es el marco legal que permite una vida social comunitaria, sin importar, en principio, la nacionalidad de sus ciudadanos. Roma fue un Estado, nunca una nación; al contrario, los cives romani procedían de muchas y diversas regiones o gentes o naciones. Cuando una nación predomina y busca la exclusiva, en vez de un simple Estado, surge el híbrido: Estado-Nación; en vez de ser un instrumento legal, pasa a ser una máquina nacional. Fue el romanticismo el culpable: enamorado de las diferencias y obsesionado con la naturaleza, exalta la nación como el origen común e intransferible de un grupo humano. El Estado fue conquistado por la nación y el nacionalismo es el sentimiento resultante, la ideología encubridora, la venta del producto.

Pero la contradicción Estado-Nación subsiste. Paradigma: la Revolución Francesa que, por un lado, exalta los derechos del hombre, que se supone universales y, por otro, la soberanía nacional, que no pasa de ser una reclamación particular y aun reducida a un solo país. Con ello, o bien los derechos humanos tropiezan con la multitud de soberanías que habrían de propiciarse, o bien se convierten y diluyen en simples derechos nacionales. Por algo, habla Hannah Arendt de la «perversión del Estado» por haber llegado a ser simple instrumento de la nación. Quizá todos los integrantes del Estado sean ciudadanos, pero sólo unos serán nacionales, esto es, ciudadanos de primera por serlo de «nación», por nacimiento. Los otros, si acaso, naturalizados, son ciudadanos de segunda. Esa es la perversión. Lo natural, lo fáctico, el azar predomina sobre lo legal, lo estatuido, lo necesario. Por lo mismo, en esa inversión de valores, los nazis fueron consecuentes y llegaron hasta la esquizofrenia constitucional al distinguir nítidamente entre Staatsfremde y Volksfremde, pues no era lo mismo ni valoraban igual ser extranjero por pertenecer a otro Estado que serlo por formar parte de otro pueblo o nación. Ambos eran extranjeros, pero, en adelanto orwelliano, los segundos lo eran más: caso de los judíos, que aunque fueran ciudadanos (de hecho y de derecho, pertenecían al Staat alemán), en realidad eran totalmente extraños por pertenecer a otro pueblo o nación (Volk) y no al sagrado pueblo alemán. «En realidad» lo explica todo: no basta con las apariencias, sino que, armados de alguna clave (sangre, raza, clase),
hay que penetrar en el fondo de los fenómenos, en la «realidad». Ese fue el truco metodológico de las doctrinas románticas y el combustible que animó al nacionalismo rampante, no sólo durante el XIX.

Ensayos Polémicos
Joan Nuño


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