sábado, 10 de agosto de 2019

Vida de un escritor

Gay Talese 

-extracto- del capítulo I de su libro autobiográfico "Vida de un escritor"


No soy, y nunca he sido, amante del fútbol. Probablemente esto se debe en parte a mi edad y al hecho de que cuando era un jovencito en la costa sur de Nueva Jersey, hace medio siglo, ese deporte era prácticamente desconocido para los norteamericanos, excepto para aquellos que habían nacido en el extranjero. Y aunque mi padre había nacido en el extranjero —era un distinguido pero discreto sastre venido de un pueblito calabrés del sur de Italia, que se convirtió en ciudadano de Estados Unidos a mediados de los años veinte—, las referencias sobre el fútbol que me pasó estaban asociadas a sus conflictos de infancia con ese deporte y a su deseo de jugar al fútbol en las tardes con sus compañeros de escuela en un patio italiano y no limitarse a verlos jugar mientras cosía sentado junto a la ventana trasera de un taller en donde trabajaba de aprendiz; sin embargo, él, mi padre, sabía incluso en esa época, como no dejaba de recordármelo, que esos jóvenes jugadores (entre los que se encontraban sus hermanos y primos menos juiciosos) estaban perdiendo su tiempo y desperdiciando su futuro mientras daban patadas al balón de aquí para allá, cuando deberían estar aprendiendo un oficio valioso y pensando en el alto precio de conseguir un billete en busca de la prosperidad en Estados Unidos. Pero no, continuaba advirtiéndome mi padre con su incansable retahíla: de cualquier modo ellos siguieron jugando al fútbol todas las tardes en el patio tal y como después continuaron haciendo tras la alambrada del campo de prisioneros de guerra de los Aliados en el norte de África, campo al cual fueron enviados (los que no murieron asesinados o quedaron inválidos después de un combate) después de su rendición en 1942 como miembros de la infantería del ejército derrotado de Mussolini. A veces le enviaban cartas a mi padre en las que describían su cautiverio. Un día, cerca del final de la Segunda Guerra Mundial, mi padre puso el correo a un lado y me dijo, con un tono que prefiero creer que expresaba antes tristeza que sarcasmo: «¡Aún siguen jugando al fútbol!». 

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