sábado, 18 de diciembre de 2010

Noche De Otoño



Avetís Aharonián

Versión de: Jesús Semprúm.

El autor de este cuento es uno de los mayores literatos de Armenia.
Sus gestiones en pro de la libertad armenia le han valido mil persecuciones. En este relato vivaz y lúgubre se encuentran las cualidades de intensidad y fuerza que caracterizan su obra.

En el oscuro día de otoño una carreta avanza por la carretera sucia y desierta dando tumbos, tirada por un caballo raquítico y cansado. El animal clava ante sí sus ojos tristes, evocadores de su existencia penosa y miserable, existencia en la que cada instante ha sido una historia sombría. Adivinase al verle que la pobre bestia ha arrastrado durante largo tiempo cargas superiores a sus fuerzas; que ha sido golpeada y fustigada y que ha sudado la gota gorda sin tener nunca un buen alimento.

Arrastra la horrible carreta sin saber adónde ni por qué. Sabe solamente que le esforzoso arrastrarla mientras dure este camino sucio y desierto. Y camina anhelosa, suspirando, como hacen muchas veces los ancianos. No tiene fin este camino. Van cinco en la carreta: el propietario del carro y del caballo, hombre flaco y encorvado bajo el peso de su gorra de astrakhán; un cantor popular ashough, viejo y ciego, y tres aldeanos a quienes el mismo destino ha lanzado por esta carretera indefinible. 
¡Y aquel camino!..... Las cuatro ruedas dan vueltas trabajosas y como a su pesar en el fango compacto y pegajoso... Arriba, el cielo negro, cargado de nubes pesadas y espesas. 
Más abajo, los cuervos sombríos surcan el aire húmedo con fúnebres graznidos. 

-¡Vino! ¡Dadme vino! 
El cántaro lleno de vino turbio dá la vuelta pasando por las callosas manos -con triste gorgoteo- su contenido entre los labios; llénanlo de nuevo para vaciarlo de la misma suerte, y así contínuamente. El que sirve es un hombre de grandes y espesos bogotes, de cabellos grises, de cara severa en cuyos ojos chispea un relámpago extraño. 
Sentado sobre el odre que sostiene con la mano derecha, llena el único recipiente y lo pasa ya al uno ya al otro. 
Y no tiene fin la carretera y sucia y desierta. A lo lejos no se vé sino un horizonte agrio, sombrío e impenetrable. Arriba el cielo negro, amenazante con toda su pesadumbre de acero. En la atmósfera cargada de lágrimas, cuervos tenebrosos, con gritos estridentes e insensatos, dan vueltas y vueltas locamente por sobre las cabezas de los viajeros. 
-¡Vino! ¡Dadme vino! Que el diablo cargue con el sol: ni un rayo de su luz nos calienta. El aire está mojado; tengo frío; el cielo está ciego. ¡Vino! ¡Dadme vino! 
Y el hombre de fuertes bigotes, de severo rostro, sujetando el odre con la mano derecha, hace circular el licor turbio y rojizo para recalentar sus pobres cuerpos temblorosos. Hace mucho tiempo, mucho tiempo, que el cielo no les ha sonreído, que el sol no ha brillado para ellos. Sólo los cuervos, los cuervos repugnantes, los acompañan con gritos secos e implacables. 
Partieron muy de mañana en el carro del camarada.
A mediodía estaba vacio el odre; lo llenaron en una posada del camino, y habiendo encontrado al viejo cantante, lo acogieron; después el carro se movió otra vez tras el flaco y fatigado rocín de ojos tristes que marcha respirando trabajosa y ruidosamente, ensanchando sus costillares filosos para romper la compacta masa del lodo. 

Cae la noche lentamente, dura y fría. Una de esas noches de otoño que parecen salir rastreras de las tinieblas profundas de las selvas y de los valles sombríos y que parecen querer ahogar en su húmedo seno toda vida, toda voz, todo ruido. El vago murmullo de los bosques cercanos, oprimido bajo el peso del cielo lúgubre, se extingue poco; muere el ruido de las hojas; las vertientes de la montaña se cubren lentamente con un manto de brumas de mil pliegues; y enmudecen también las órbitas ciegas apuntadas hacia el infinito, donde incoherentes formas se pliegan y se mezclan, suben, luego bajan, -y siempre avanzan con los viajeros. 
Y estos siguen avanzando ...
Un día, un día maldito en el cual ya no era posible el sufrimiento, instigados por la inmensa agonía, desertaron de los hogares, donde se amontonaban los hijos desnudos, flacos y canijos; donde en un rincón sombrío lloran el pálido ensueño de un pedazo de pan seco. 
Han errado por las aceras duras e inhospitalarias de las grandes ciudades; han mendigado de casa en casa; se han doblado bajo pesos enormes; han clamado ante los muros de granito de los lujosos palacios; se han inclinado ante los señores agrios y disolutos; se han revolcado en el lodo y en la suciedad; -y siempre para obtener un pedazo de pan seco. Por la noche, abatida la frente, doloridos los huesos, amargada el alma, tuvieron que bajar a las cavas oscuras y húmedas; le fue preciso cantar las canciones tristes de su país ante una linterna negra y sin luz. Han llamado la maldición sobre su nacimiento y sobre su vida para adormecerse en seguida con nuevas ilusiones y volver a cargar el día siguiente el fardo que les esperaba. Han trabajado, pero han quedado siempre hambrientos; -han vertido sudor copioso, pero jamás han cosechado.

Y ahora regresan con las manos siempre vacías como a la partida, para ir a esconder bajo el techo paternal sus huesos quebrantados, su existencia despreciada y rota. La amargura atormenta sus almas, y la cólera se oculta, latente, bajo sus cráneos.

-Haz andar esa bestia un poco más ligero, grita al cochero el hombre de poblados bigotes; -son diez hijos los que nos esperan con la boca abierta y con buenas muelas para mascar. Son numerosos. Apura, a fin de que lleguemos pronto y que ellos se multipliquen para arrancarse
las carnes unos con otros. 
¡Ay de mí! ¡Maldito sea el mundo!
¡Nacemos para morir como perros!

Están furiosos y no saben sobre qué cosa derramar su rabia. La dicha es para ellos algo oscuro, simepre inalcanzable, siempre incomprensible. ¿Y el mundo, ese monstruo gigante como vencerlo?
Quisieran romperlo, incendiarlo, demolerlo. Quisieran hacer llorar sin piedad; hacer sufrir, y mofarse de todo con una carcajada diabólica. 
Quisieran volcar el mundo con brazo poderoso y arrojarlo en la nada, para contemplar desde arriba su caída precipitada y las nubes polvosas que se desprendieran de los seres abismados; para respirar voluptuosamente en la masa horrible de ruinas; para lanzar entonces una gran carcajada demoniaca. Pero no pueden hacerlo... 
Es necesario beber para ahogar el fuego que consume sus almas. Y beben...

-Vino, dadme vino.
Sentados en el borde del tandur (o thonir es el horno armenio; hecho de kaolín y cavado en el piso de una pieza de la casa, allí se mantiene el fuego en invierno y se sientan en los bordes, los pies colgando, para calentarse y hablar) los chicos, desnudos los esperan.
No hay pan en la alforja. Del techo cae gota a gota una agua negra y puerca. La puerta de la casa está asediada por el receptor de los impuestos. El invierno está allí. 
Las montañas cubiertas de nieve parecen pestañar monstruosamente. Mira a los lejos, mira cuanto quieras; no ves sino una extensión desierta y sórdida donde los animales mismos no encontrarían alimento. Inmensa aflicción! 
Es una visión maldita que es preciso desfigurar, cubrir con vino, para crearse en su lugar nuevas ilusiones. Beben y las ilusiones no aparecen... la cruel visión está fija en sus miradas como un monstruo devorador que atrae y engulle.

-Vino! Dadme vino!
El cántaro lleno se encuentra de nuevo tendido hacia las manos del viejo músico ciego.

-Toma, maestro, y canta una canción dolorosa.
Toma el cántaro en sus manos temblorosas y se vierte su contenido en el fondo de la garganta, y enjuagándose los labios con la manga, saca su violín.

-Cántanos algo de la miseria y del dolor.
Y, fijas las órbitas vacías en el cielo ensombrecido, templa el instrumento y las cuerdas principian a llorar. Canta...
Canta el cielo gris que se cierne sobre las cabezas; canta el desfilede los negros cuervos en el espacio sombrío y solitario; canta la muerte sin resurección de la luz en ámbito silencioso de la inmensidad.
Canta la inmensa angustia arrodillada ante la vida; canta el sudor negro caído en el lodo; canta la cólera soberana en las almas destrozadas por los sufrimientos.
Canta el dolor grande y silencioso de los vencidos; canta la tempestad de las almas procelosas donde se quiebran relámpagos y la indignación de los corazones inflamados en los cuales se arremolinan huracanes. 
Desesperado solloza el violín desatinadamente, como la pobreza extraviada en los caminos desiertos cuando el viento nocturno gime en el bosque de cañas amargas. 
Y a la vera del camino, inclinado sus airones como ancianos pensativos, las cañas escuchan esos gritos de furor y de desesperanza.
Por sobre el bosque las desnudas rocas de las cimas montañosas miran, con sus cuencas inmóviles, el sórdido camino por donde pasa la procesión del canto, del vino y de la miseria, y, mirándola, canjean
con las nubes pensamientos eternos.
Las cabezas vuelven a caer sobre los pechos; punzantes gritos se elevan y uniéndose como hermanos a los sones del violín, van a abofetear la faz y sombría del cielo.

-Vino! Dadme vino!
El cántaro, lleno del turbio licor, hace nueva ronda. El hombre de los grandes mostachos pásase la mano por la frente y murmura alguna cosa que no es ni una canción ni una maldición; riñe a alguien sin saber a quién ni por qué. Los puños se levantan como una amenaza y no sabe
contra quién. Los dientes crujen feroces. Alguien entona con voz cascada una canción desconocida que se convierte en llanto. Gruñe otro, apretando hasta dañarlo el brazo de su vecino. Y el conductor fustiga el animal, deja caer las y escupe al cielo como un loco.

-Hola, hermano! Ven acá. Seremos seis en vez de cinco; hay sitio; ven!
Un hombre va por el camino con andar lento y fatigado. Una levita militar, muy raída, gastada, le cubre de arriba abajo. Su cabeza le abriga un gorro de cerda. Apoyado en largo bastón, lleva viejos zapatos pesados que arrastra difícilmente en el barro. 
Oye la invitación, se para un instante,mira la extraña carreta, el caballo y los viajeros y parece preguntarse si debe aceptar o no el ofrecimiento inesperado.

-Estás cansado y te creemos en nuestro caso; la noche cae; te comerán los lobos, ven, tenemos vino y un sitio para ti. Así dijo el hombre de los espesos bigotes sentado sobre el odre. 
La duda del desconocido se cambia en resolución; se aproxima con paso decidido, sube al carro, se sienta y murmura con tono quejoso, enjugando el sudor de su frente:
-Es una carretera maldita; toda es lodo. Tengo la espalda molida.
-Ay de mí! Veo que eres como nosotros. Mira el cielo: ni un rayo de luz!... 
Volvemos a nuestras casas con la escarcela plena. He! He! He!
Pareces estar en el caso nuestro. Vino, toma vino. Maldito sea quien ha creado el mundo. Lo creó, desde el principio, sobre base falsa. 
Bueno es siquiera que haya vino. Tóma: esto es vino.
El recien llegado toma el cántaro, lo lleva a la boca y lo vacía de un trago. Pronuncia tres palabras.
-Tengo mucha sed. 
Le comprenden, y le pasan un segundo cántaro, luego un tercero, un cuarto. 
-Sí; pareces tener mucha sed... Tóma bastante, bebe; pues es un remedio contra el dolor, dijo uno de los viajeros.
Y el desconocido bebe...
-Vamos, maestro; toca algo, no importa si somos seis en vez de cinco; cántanos el sufrimiento.
Y una vez más vuelve el viejo músico hacia el cielo sus cuencas vacías; de nuevo las cuerdas tiemblan y el violín solloza.

Crece la oscuridad envolviéndolo todo; las montañas y los bosques se confunden lentamente con la bruma espesa y húmeda; el camino se pierde en las tinieblas y los cuervos al fin se callan. No se oye sino el resoplar del caballo y el ruído indefinible de sus cascos en el barro. 
El conductor, ya ebrio, lanza a intervalos vociferaciones de loco, fustiga sin tino, y lasruedas avanzan rechinando y crujiendo dolorosamente.
A lo lejos, al oeste, por encima de los bosques y las montañas, unpedazo de cielo oculta, bajo los pliegues de nubes más ligeras, un rayo de luz sin brillo de la que a veces se escapa una claridad que
viene a retozar como un fantasma en las caras de los viajeros, esbozando apenas sus siluetas en la negrura de la noche. Los árboles que orillan el camino no son ya sino monstruos informes, y diríase que
conspiran en silencio contra los viajeros retardados. Un murciélago que aparece de entre las ramas remolinea por sobre sus cabezas y se hunde rápidamente en la oscuridad rozándoles las caras con sus alas.
Un buho solloza y se calla luego. Más lejos aún, en el fondo del bosque, un pájaro pía quejosamente y de la cima de un árbol se desprende una rama que cae ruidosamente.
Esto no preocupa a los viajeros. El canto del violín se extiende sobre el bosque para ir a morir junto a los pájaros escondidos entre el follaje. El vino da la vuelta y el recienvenido, ebrio, inflamado, feliz, habla sin cesar:

-El hombre debe ser un hombre! suceda lo que quiera, es preciso que viva!... Yo os lo juro! Derriba el mundo, tíralo al fuego, pero encuentra de que vivir! No soy tan bruto para volver después de diez años de ausencia con el bolsillo vacío. Hélos aquí! 
-Trescientos rublos, os digo... tres hermosos billetes de a ciento... 
No me creéis? Que el diablo os...
Entreabre sus vestidos para sacar de ellos algo y salen tres grandes billetes. Los viajeros se inmovilizan de curiosidad y de asombro; abren enormes ojos para ver mejor en lo oscuro, mientras que el propietario agita en el aire sus billetes como alas de murciélago. Uno de los compañeros tiende la mano, los manosea a fin de que efectivamente es dinero.... trescientos rublos!...
El conductor abandona por completo las riendas, gira sobre las rodillas y tiende el brazo hacia los papeles. El que servía el vino dejó abierta la espita del odre y el vino se derramó por el lodo del camino. Esto no interesa al portador de los billetes; los baraja contra el aire uno contra otro, los sacude, grita y riñe con todo el mundo. 
-Viva yo! Festejadme, camaradas! Vino! Dadme vino! Pronto! ¿Por qué te quedas con la boca abierta? El hombre debe ser un hombre; la mujer será siempre mujer. Festejadme, os digo!
Y oculta el dinero en su pecho.

Pero la <<fiesta>> se detiene de golpe; las conversaciones también. Nose oye sino los gritos del recienvenido, muy alegre. Nadie leresponde... 
En la oscuridad se distingue la respiración húmeda y febril de los viajeros. Los tres billetes se ciernen en sus imaginaciones trastornadas, dando vueltas, exactamente como aquel murciélago de hace un instante; desconcertando sus cerebros inflamados; y revolotean sin cesar por encima de sus cabezas... Trescientos rublos!...
Y ellos, ellos vuelven también a la casa, pero no tienen nada. Allá abajo una visión dolorosa les espera: la choza fría y ahumada, los hijos hambrientos, la esposa pálida y doliente, y además, asediando la puerta, el cobrador de impuestos... 
Y trescientos rublos...
Han enmudecido pero se comprenden mutuamente. Cada quien ve a través del alma de su vecino un negro abismo donde la mirada se detiene estupefacta; en el que riñen los vientos del deseo y de la rabia como en un infierno.
Todos tienen miedo de todos.
Ya nadie pide vino. Sus labios se han cerrado. Ya nadie reclama al viejo los sones del violín. El silencio los ahoga, pero no pueden hablar. Se hinchen los pechos, pero todos permanecen mudos. No se escucha sino el resuello del caballo, el ruido indefinible de sus cascos en el cieno y el chirrido de las ruedas siempre en movimiento. 

De pronto comienza el sollozar del violín; el viejo ciego lo ha recogido, espontáneamente esta vez, con emoción, y los desgarradores acordes de las cuerdas parecen retorcerse en la oscuridad, y lloran, yendo a morir a lo lejos...
Diríase que es la noche que solloza, sola, abandonada, desesperada.
Los viajeros se sienten enloquecidos; esos toques dolientes caen en la profundidad de sus almas como energías ardientes, chocan en su conciencia e iluminan el secreto monstruoso que allí se retuerce como una serpiente irritada.
Todos esos hombres quisieran romper el violín en la cabeza del viejo; todos quisieran hacerle callar, pero ninguno se atrevía. Y el músico toca ardiente, ferozmente. Las cuerdas ora lloriquean, ora gritan como para destrozar el corazón. Los viajeros permanecen siempre mudos, jadeantes en la oscuridad, como si estuvieran desconcertados y, sin darse cuenta, rodean al recienvenido acercándose a él cada vez más.
Nadie mira a su vecino cara a cara, ninguno abre su alma a su hermano, y sin embargo sus almas están abiertas y todos ven en ellas el abismo en el cual riñen los vientos del deseo y de la rabia.
Ya no hay allí cuatro cabezas sino una sola en que domina un pensamiento único, lóbrego y monstruoso, formidable e invisible, que hostiga los cerebros cuya sangre parece fluir gota a gota sobre la conciencia.
El recienvenido grita todavía:
-He! ¿qué os sucede para callaros? Demonio! Maldito sea quien os llame hombres. Dadme vino, dad... me... Pero no pudo concluir. De súbito se alzaron dos manos en la oscuridad y los dedos huesosos del hombre de los grandes bigotes se hundieron en su carne, le molieron el cuello. Al mismo tiempo, sin haber pronunciado una sola palabra, sin acuerdo ni señal previa, los otros dos y el carretero tienden también sus manos hacia la garganta de su víctima; y comienza la lucha, lucha espantosa de cuatro contra uno.
Ahogado, mueve los pies, araña al que puede, muerde los brazos de sus adversarios, desgarra, ensangrienta sus carnes; pero en vano; los huesos del cuello suenan bajo las ocho manos vigorosas. Al principio berrea como un ternero degollado, estertora con voz sorda y rara, suspira largamente, escupe espuma en la cara de sus verdugos; luego su lengua se abate sobre la quijada y enmudece. La lucha terminó.
Ahora es necesario robar a la víctima.
Más, los estranguladores se separan de repente, se agachan en los distintos rincones del carro y miran, con los ojos encendidos y la respiración silbante, el cadáver que se estira, se alarga y ensancha ocupando toda la carreta. Ya no hay puesto para ellos. Más y más se encogen, recogen sus pies bajo sí, de modo de no estar en contacto con su víctima; pero, el cadáver está en todas partes; los alcanza, se frota a ellos, les aprieta la garganta, los ahoga.
Y jadeantes, tiemblan contemplando el muerto. Miran en la oscuridad su espumosa boca, su lengua larga, sus ojos inyectados en sangre y abiertos.
Los trescientos rublos están ahí, en ese pecho inflado. Nadie osa extender la mano para recogerlos...
-Vino, dadme vino!
Es el músico ciego quien, ignorante de lo que acaba de suceder junto a él bajo los sollozos de su violín, pide de beber. Su mano se tiende en el aire; nadie le da vino, -ni ninguno le oye.- Vuelve a tomar el instrumento. De nuevo lloran las cuerdas sobre el cadáver.
Deplora una muerte que no vio.
De pronto uno de los hombres salta bruscamente del carro al barro de la carretera y huyó en seguida. Otro lo siguió, luego el tercero: huían del espanto creado por sus manos. El carretero mira con ojos empañados la carreta, el cadáver y el viejo músico que toca un aire
lúgubre. ¿Dónde llevar ese espantoso fardo? ¿Dónde ocultarlo? Y él también salta y huye, como los otros.
Ya no queda sino el viejo y el cadáver, el canto y la muerte que el flaco y torturado caballo arrastra en esa horrenda lobreguez, por ese camino lleno de surcos, cuyos vaivenes arrancan el alma. 
Los fugitivos corren por bosques y montañas. Corren sin mirar atrás.
Huyen al acaso. Y detrás de cada uno de ellos corre un cadáver de ojos yertos y espantosos, de roja lengua que cae sobre la quijada, de boca espumosa, y que tiene en sus manos billetes lucientes. El bosque grita de todos los puntos; tiembla la tierra en las tinieblas. Huyen sin preguntarse adónde, pero es necesario que sea lejos, lejos de ese cadáver pavoroso que corre sobre sus huellas y cuyo paso escuchan.
Huyen lejos de ese vehículo en el que se oye sollozar todavía el violín afligido del viejo músico.
Ahora el músico tantea a su alrededor. Encuentra el cadáver.
-¡Hé! ¿Qué os sucede que dormís, borrachos?
Hablando así, sacude, da tirones vigorosamente, llama. Pero en vano.
¡Ni una voz!
-Dormid, dormid; os cantaré una canción.
Aturdido por el vino, toca sin pararse, y el violín llora, llora; y la carretera avanza sin conductor.
Y el caballo, extraviado en la oscuridad, perdido el camino, llega a una pendiente por donde se desliza con rapidez vertiginosa. La carreta aligerada ahora, se precipita tras del animal, traqueando y rechinando. El cadáver se mueve, también fijos los ojos muy abiertos en el cielo sin estrellas. El anciano músico se abraza al cadáver.
Con estruendo, velos como una roca desprendida de lo alto de una montaña, la carreta se hunde en el hórrido abismo que la atrae a sus profundidades, lo mismo que al caballo, al viejo músico y al cadáver.
Se oye un grito terrible, desgarrador, que repiten los ecos sonoros de los valles, -luego, una cosa negra se aplasta en el abismo. 
Un silencio pesado como una piedra desciende sobre los valles y sobre los bosques.
Hacia el oriente el cielo se colora de un reflejo encarnado. 
Emergiendo de entre los rayos sangrientos va a aparecer el nuevo sol. 
Y la esperanza toda, reteniendo su aliento, espera...

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