domingo, 12 de diciembre de 2010

De la mentira

-Carlos Fisas-

Decía Talleyrand que la palabra ha sido dada al hombre para disimular
sus pensamientos.
Eso puede no ser una mentira sino un sistema para echar pelotas fuera.
Si de una mujer fea y vieja que se da aires de jovencita digo que es
inteligente y culta, disimulo mi pensamiento pero no miento por ello.
Tristán Bernard opinaba que los hombres siempre son sinceros, lo que
pasa es que cambian de sinceridad. Ello tampoco puede considerarse
como un embuste.
Más acertado me parece Courteline cuando escribe que la verdad se debe
decir a las personas inteligentes y se debe reservar la mentira para
los imbéciles.
Pero «embustero» es una palabra un tanto vaga. Francis de Croisset
dice que hay tantas clases de mentiras como de mariposas. Hay el
hombre que miente porque es hombre bien educado: es el hombre de
mundo. Hay quien miente para distraer a otros: es el poeta o el
novelista. Hay el hombre que miente por deber: puede ser un santo.
Quien miente por egoísmo o por cobardía es un sinvergüenza. Hay quien
miente por placer: es el verdadero mentiroso.
Creo que hay otras clases de mentiras: la estadística, las
declaraciones del gobierno y los programas electorales, por ejemplo.
La estadística es la mentira científica: si mi vecino tiene 100.000
pesetas y yo ninguna, estadísticamente tendremos 50.000 cada uno.
Sabemos, por otra parte, que si un ministro afirma que no subirá la
gasolina, ésta aumentará seis pesetas la semana siguiente y que si se
prometen 800.000 puestos de trabajo el paro aumentará en 800.000
parados al año de la promesa. Pero esto es natural, es la política de
todos los tiempos y todos los países. El político es aquel hombre
listo e inteligente que sabe explicar perfecta y convincentemente cómo
va a hacer una cosa y luego sabe explicar convincente y perfectamente
por qué no la ha hecho.
La mentira de la gente honesta es la exageración. Tal es el caso de
aquella madre que decía a su hijo:
- Siempre debes decir la verdad y nunca la mentira. Te lo he dicho un
millón de veces.
Todos los que han creído las mentiras de un charlatán se ven obligados
a sostenerlas, para no confesar que han sido unos imbéciles. Creer una
verdad es un acto natural que no nos compromete; creer una mentira es
una simpleza que cuesta trabajo reconocer. Por eso las mentiras se
defienden con más tenacidad que las verdades. Son palabras de E. Gómez
de Saquero, que hizo célebre el seudónimo de «Andrenio».
Pero el más célebre de los embusteros vivió en Sevilla en el siglo
XVIII. Dejemos la palabra a don Serafín Estébanez Calderón quien nos
relata sus hazañas en las Escenas Andaluzas precisamente en el
capítulo titulado «El asombro de los andaluces o Manolito Gázquez, el
sevillano».
«Los sevillanos, pues, son los reyes de la inventiva, del múltiplo,
del aumentativo y del pleonasmo, y, de entre los sevillanos, el héroe
y el emperador era Manolito Gázquez. En los rosarios tocaba el fagot o
pimpoddo, como él decía; en los toros era un oráculo.
Por lo demás, no había habilidad en que no descollase, aventura
extraordinaria por la que no hubiera pasado, ni ocasión estupenda en
que ni se hubiera encontrado. Y no se crea que esta inclinación a
hacerse el héroe de sus historias era por vanidad, ni que encarecía
por gala ni afectación, ni menos que se alejaba de la verdad por
afición a la mentira. Nada de eso: su imaginación le ofrecía por
verdadero cuanto decía; los ojos de su alma veían los objetos cual los
refería, y su fantasía lo ponía en el mismo lugar y grado del héroe
cuya historia relataba. (...) pronunciaba de tal manera las sílabas en
que se encuentra la "d" o la "rr", que sustituía estas letras por
cierto sonido semejante a la "d" (...) La vida la dividía dulce y
tranquilamente entre su taller, sus amigos y su esposa doña Teresa, y
de noche entre el descanso y su asistencia al rosario tocando el
fagot.
Oyó nuestro héroe, en su capítulo correspondiente de la Gaceta, hablar
varias veces de la Sublime Puerta. La idea que concibiera Manolito
Gázquez de lo que era el poder otomano lo probará la anécdota
siguiente. Cierto día trabajaba en su taller sendos clavos de ancha
cabeza y de traza singular que herreros y carpinteros llaman de
bolayque. Eran lucientes y grandísimos. Uno de sus visitantes, al
verlos exclamó: "¡Qué clavos tan hermosos, grandes y bizarros!"
Catorce cajones llenos de ellos hay ya en el río, replicó don
Manolito- ; ¿y no han de ser hedmosos si van sedvid para la Puedta
Otomana?...
«Manolito tenía gran vanidad en su habilidad de fagotista. Nadie a
juicio suyo le prestaba a tal instrumento el empuje y sonoridad que
él. "En ciedla ocasión, dijo, quise pasmad a Roma y al Padre Santo.
Para ello entré en la iglesia de San Pedro un día del Santo Patrón el
primed Apóstol. Allí estaba el papa y los caddenales, y ciento
cincuenta y cinco obispos, y toda la cristiandad. Tocaban veinte
ódganos y muchos instrumentos, y más de mil pitos y flautas, y
entonaban el Pange linguae dos mil y cincuenta voces. Llega don
Manolito con su casaca (iba yo de codto) y me pongo detrás de una
coludna que hay a la entrada por Oriente, así confodme se entra a mano
derecha, y cuando más bullicio había, meto un pimpoddazo y toda
aquella algazara calló y la iglesia hizo bum-bum a este lado y al otro
como para caedse.
A poco siguió la función creyendo el consistorio que el teddemoto
había pasado, y entonces meto otro pimpoddazo de mis mayúsculos y la
gente se asusta, y el papa dijo al punto: o el templo se viene abajo o
Manolito Gázquez está en Roma tocando el pimpoddo. Salieron a
buscadme, pedo yo tenía que haced y me vine a Sevilla pada id al
dosadio."
»Si algún paseante al pasar en aquellos días calurosos de estío por la
puerta de Manolito se sentía aquejado por la sed y le pedía un poco de
agua, gritaba al punto: "Doña Tedesa (su esposa), bajad la jadda de
odo con agua fresca, y si no está a mano venga la de plata o la de
cristal, y si ninguna se encuentra, traed la talla de baddo, que este
caballedo disimulada por esta vez, si se le sidve con buena voluntad."
»En cierto día que para una noticia que era preciso hacer saber a
Cádiz se hablaba del modo de transmitirla con mayor celeridad desde
Sevilla, dijo don Manolito: "¿Y por qué no va por agua la noticia?"
"Pero siempre, le replicaron, serían necesarios tres o cuatro días."
"Dos hodas, repuso Gázquez, yendo nadando como yo fui cuando la guedda
con el inglés a llevad ciedta odden del genedal. Yo me eché al agua al
anocheced en la Todde del Odo; meto el brazo, saco el brazo, estoy en
Tablada; meto el brazo, saco el brazo, heme en San Lucad de Baddameda;
meto el brazo, saco el brazo, al frente de Rota, y de allí como una
lanzadeda a Cádiz; al entrad por la puedta del mar tiraban el cañonazo
y tocaban la detreta... ¡digo, señodes, si me descuido!" Aludiendo a
que en tal hora se cierran en Cádiz las puertas como plaza de guerra,
y hubiérase quedado fuera.
»En el danzar, cuando sus verdes años, y creyendo sus propios
informes, había sido don Manolito una Terpsícore del género masculino,
un portento de ligereza y agilidad. "Una noche, decía, estaba yo en la
tedtulia de la condesa de..., siempre entre gente de calidad, y allí
habían bailado ciedtos italianos bastante bien. Don Manolito no quiso
bailad aquella noche pedo las señodas me dogadon tanto que al fin salí
haciendo mi devedencia y mi paseo. Comienzan a tocad y yo a figudad y
a tenzad; ellos tocando y yo tenzando y dando con la cabeza en el
techo, todos midando y yo tenza que tenza; las señodas, Manolito,
bájese usted, y Manolito tenza que tenza...; cuando concluí, por gusto
saqué el deloj..., quince minutos estuve en el aide."
»En los toros valía doble el andamio donde tomaba asiento Manolito
Gázquez. Siempre tenía la palabra. No había suerte que él no
comentase, ni lance que no sujetase a su crítica, aunque todo lo
presidiese el famoso Pepe Hillo, que era muy su amigo. "Quítese de
allá el señod Pepe, no sabe usté el mosquita que tiene delante. Oiga
usté los consejos del maestro de los todos..." Una tarde salió nuestro
héroe muy disgustado de la corrida. "Ya no hay hombres en Sevilla,
decía. Hasta el señod Pepe se ha convedtido en monja; a no ser por don
Manolito ¿qué hubiera sido de la cuadrilla? El todo, añadía, había
baddido ya la plaza, los de a caballo dogando, los peones en las vayas
y el señod Pepe enfrontidado por el todo y lo iba a ensadtad cuando
don Manolito se echó a la plaza y la fieda se dispadó a mí y deja al
señod Pepe y addemete..." Y ¿qué sucedió?, le preguntaban los del
asustado auditorio; "y addemete y yo le meto la mano por la boca y de
pronto le vuelvo como una calceta poniéndole la cabeza donde tenía el
dabo, y el todo salió más dispadado que antes y fue a dad ciego en el
budladedo de enfrente y se estrelló y las mulitas viniedon por él."
«Cierto día nuestro héroe asistió, con gran parte de la nobleza y
juventud sevillana, que siempre lo admitía en su círculo, a un
palenque de armas, en donde así se hacía alarde de la destreza del
sutil florete, como del irresistible poder de la espada negra. Después
que dos contendientes admiraron el concurso por sus primores, su
gallardía, sus tretas, sus estocadas, sus quites, y que retirándose
del asalto dejaban sorpresa, uno de los más notables por su habilidad
en las armas, le preguntó a nuestro héroe: "¿Y usté, Manolito, no
juega la espada?" "Ése ha sido mi fuedte, replicó, yo soy discípulo de
los discípulos de Caddanza y Pacheco. ¿Se acuerddan ustedes de las
famosas lluvias del año 76?" "Sí, nos acordamos." "Pues en una de
aquellas noches de diluvio, prosiguió, estaba yo en la tedtulia de la
señoda madquesa de (...) Todas las señodas se habían ya detidado en
sus coches, y sólo quedaba la condesita de (...) y su hedmana, que no
podía idse podque su caddoza no había podido llegad con el agua.
Aquellas señodas se afligían y quedían idse, ¿y que hace Manolito?
Saca la espada y dice: señodas, agáddense ustedes, y Manolito con la
espada a la lluvia: taz, taz, taz, tedcia cuadta, prima, siempre con
el quite y el deparo, llegamos a palacio; ni una gota de agua había
podido tocad a las señodas, y dejábamos detrás ahogándose a la
Gidalda."
«Manolito Gázquez, cuya juventud, por su lozanía, conservó hasta lo
último de su vida, murió cerca ya de los 80 años al entrar el famoso
1808.»

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