Me he enterado por un telegrama que ha llegado esta noche. Había cumplido su tiempo. Desde hacía unos meses daba señales inquietantes de extrema vejez. Sin embargo, esta misma mañana he recibido una postal suya del 8 de octubre, que no revelaba ningún debilitamiento mental. Decía en ella que era presa de una melancolía, que, según dice —añadía— es la de la vejez. Esta noche, estaba en mi casa J.M.; festejábamos su cumpleaños. Alguien ha llamado; no he abierto. Unos minutos después, he ido a ver si habían dejado una nota o algo. Nada. Una hora después, al ir a buscar un libro, he visto un telegrama metido por debajo de la puerta. Antes de abrirlo, ya sabía yo el contenido. He vuelto sin decir palabra de lo que había ocurrido. Sin embargo, hacia las 11 J.M. me ha dicho que se iba, que yo debía de estar cansado, que estaba pálido. Y eso que he ocultado lo mejor posible mi pena y creo haber estado muy alegre todo el rato. Pero debía de haber dentro de mí una labor secreta que se me transparentaba en la cara.
Todo lo bueno o malo que tengo, todo lo que soy, se lo debo a mi madre. Heredé sus males, su melancolía, sus contradicciones, todo. Físicamente, me parezco a ella punto por punto. Todo lo que ella era se agravó y exasperó en mí. Soy su éxito y su fracaso.
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