William Saroyan
Señor, mi casa, en el número 74 de rue Taitbout, distrito IX de París, detrás de la Trinité, ocupa el quinto piso de este viejo edificio con el que me he encariñado, a pesar de que se cae a pedazos.
Tiene un recibidor, de baldosas, detrás del cual hay una estrecha cocina. La parte de atrás de la casa consiste en un comedor en el que nunca he comido, el cuarto de baño y una gran habitación en la que guardo librotes y otros tesoros terrenales.
Nos queda ahora la parte de adelante, dos habitaciones, cada una con su pequeña chimenea.
Mi estudio es la habitación de la chimenea apagada. En la habitación contigua hay una gran pianola y, encima de la pianola, montones de libros. También hay un gran tablero graduable de dibujo, que yo uso a modo de caballete cuando se me antoja pintar.
Pinto cosas para mirarlas después; pero son cosas que no parecen cosas, a no ser que el que las mire se empeñe en que lo parezcan.
-Eso es un caballo -dice-, ¿verdad?
Las dos habitaciones de delante se convierten en una sola cuando se abre la doble puerta por la que se comunican.
Esto es una gran ventaja; porque cuando he terminado mi trabajo me gusta pasar del escritorio al piano. También me gusta ponerme delante del tablero y pintar cuadros a la acuarela en grandes hojas de papel barato y en apenas dos minutos. También me gusta tener una segunda mesa a la que acercarme de vez en cuando para examinar una piedra, o a la que sentarme a comer y beber, usando de mantel un periódico viejo, porque siempre hay algo interesante en la página, cualquiera que sea la sección del periódico.
Tengo una pequeña radiogramola portátil en la segunda habitación, a la que unas veces llamo la salita de música, y otras veces, la biblioteca cuando digo a alguien: <<¿Quiere que pasemos a la biblioteca?>> Hago que suene como si lo dijera en serio, y el otro se cree que soy un cursi o que estoy un poco chiflado.
Detrás de estas dos habitaciones de delante que son casi una sola habitación, en donde vivo y trabajo, está tal vez lo mejor de la casa: a todo lo ancho de las dos habitaciones discurre una especie de terraza, con una especie de cobertizo en un extremo, donde se guarda la leña y donde cuando llueve copiosamente yo puedo ver, oír y tocar la lluvia. La terraza tiene una barandilla de hierro de diseño muy sencillo, pintada de negro. El ancho de la terraza es de un metro y medio, y el largo, de unos doce.
Otras personas que ocuparon este lugar pusieron vallas de bambú, para estar aislados; porque, naturalmente, los vecinos de enfrente pueden ver a todo el que se asome a la terraza. El barbero de abajo me ha dicho que uno o dos inquilinos pusieron hasta plantas y arbolitos en macetas.
Lo cierto es que cuando, hace siete años, me instalé en la casa, encontré un gran rollo de cerca de madera pudriéndose en un rincón del cobertizo. Me sirvió para encender el fuego durante todo el invierno. Y había también tres macetas, las tres llenas de tierra, por lo que cuando hace unos días descubrí en la despensa unos ajos que estaban echando brotes los planté en las macetas y ahora estoy esperando a ver qué pasa.
Señor, te ruego que me perdones por contarte estas cosas en un momento en el que hay en el mundo tantas tribulaciones y tanta desvergüenza. Siento mucho lo de las tribulaciones y la desvergüenza; pero, por lo visto, no puedo hacer nada para remediarlas, a pesar de que, como tú recordaras, era lo que yo trataba de hacer cuando, hace cincuenta años, empecé a escribir.
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